La comedia de Charleroi, de Pierre Drieu La Rochelle (El Nadir) Traducción de Elena Lambiés y René Parra | por Juan Jiménez García
Tal vez Pierre Drieu La Rochelle fue una víctima de sí mismo, sin llegar a serlo de su tiempo. Eso no le hizo más inocente entre los escritores colaboracionistas, ni más culpable entre los franceses ocupados. Fue de aquí para allá y fue tan promiscuo en sus afinidades políticas como en sus amores. No tuvo ni la furia de Céline ni el convencimiento de Brasillach y, tal vez por eso, no tuvo ese aprecio por la vida del primero ni acabó fusilado como el segundo. Él se suicidó, poco antes de que le detuviesen. Un suicidio que en realidad está presente en su vida desde siempre y en sus libros a menudo. Podemos pensar que fue un hijo de la Primera Guerra Mundial, un digno habitante de las convulsiones y derivas de entreguerras y un bastardo de la Segunda Guerra Mundial. Coincidió con muchos. Los héroes se volvieron villanos, lo blanco negro y la muerte estaba por todas partes. Leyendo La comedia de Charleroi, rescatada por El Nadir, uno no puede dejar de pensar en El viaje al fin de la noche.
La comedia de Charleroi tiene mucho de autobiográfico, aunque tardara casi dos décadas en escribir sobre aquel día. Drieu La Rochelle había tomado parte en la nada gloriosa batalla de Charleroi, en los comienzos de la guerra. Una de aquellas batallas frontales en las que unos chocaban contra otros, morían como cualquier cosa y acababan en la más completa desolación, como si fueran un puñado de soldaditos de plomo tirados de un manotazo. Sin embargo, para el escritor fue su momento de gloria, aquel momento en el que se sintió alguien. Él, que había soñado con abandonar las bibliotecas para alcanzar esas batallas, se convirtió, durante un instante, en un líder, alguien tras el que avanzaron, hacia la nada, hacia la derrota, los otros. Tenían su juventud, dice, y eso parecía suplirlo todo.
El protagonista vuelve a Charleroi acabada la guerra junto a Madame Pragen. Es el verano de 1919. La guerra ha terminado y buscan los restos del hijo de ella, Claude. Claude compartió aquella batalla y se reservó la muerte para él. Aquellos parajes devuelven la imagen de aquel día en el que Drieu La Rochelle entendió que si la muerte no están dentro de la vida, como el hueso de una fruta, su pudre, se vuelve algo blando. Y ahí quedó, con esa forma de permanente idea del suicidio. De nuevo, aparecen los campos, los alemanes, las trincheras, el frente, la desolación, el miedo, el caos. Y aquí podría aparecer el infierno de El viaje al fin de la noche, esa pesadilla de palabras y sangre, ese pantagruélico banquete de hombres y vidas, pero encontramos otra cosa (a cada cual sus pesadillas), otra idea de la guerra, no más simpática, no menos sucia, contra lo viejo, contra un mundo que se acaba, que salta por los aires, literalmente. El deber es siempre el mismo: salvarse. Y puesto que uno está vivo, vivir.
Pierre Drieu La Rochelle tenía veintiún años en aquel entonces. Cuando escribió sobre aquella batalla, hacía dos que había escrito Le feu follet, aquel libro inspirado en la vida de otro suicida atravesado por el suicidio, Jacques Rigaut. En aquel entonces aún escribía contra Hitler (y contra todo) y aún no había empezado sus viajes abisales hacia resbaladizas profundidades. Por eso, quizás, en La comedia de Charleroi aún hay espacio para la ironía. Y por eso su escritura respira, ajena al odio o al cálculo, luminosa en una oscuridad insoportable, entre balas y bombas.
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