Perdición, de Jack Ketchum (La biblioteca de Carfax) Traducción de María Pérez de San Román | por Óscar Brox

Jack Ketchum | Perdición

Es difícil explicar qué resulta tan perturbador, contundente y moralmente complejo en una novela extraordinaria como La chica de al lado, probablemente la cima literaria de Jack Ketchum. A bote pronto, uno pensaría en su ambiente, en la forma de plasmar la psicología de sus personajes, de acercarlos -y acercarnos, también- hasta esa línea borrosa en la que el mal se encarga de difuminar los reparos morales, en su manera de mostrar a unos monstruos cotidianos. Y, fundamentalmente, en su exploración del horror. Desnudo. Brutal. Lanzado prácticamente sobre la página, sin piedad ni remordimientos, proporcionando al lector un descenso hasta lo más bajo de la condición humana. O lo que es lo mismo, hasta esos rincones oscuros que forman parte de cada uno de nosotros. 

Perdición arranca contundentemente. Dos chicas aprovechan la tranquilidad del lago Turner para disfrutar de una acampada, los últimos rayos de sol y la libertad de un espacio apenas ubicado en el mapa. Ketchum, sin embargo, se apropia de ese imagen propia del verano del amor y la filtra a través de la mirada perversa de Ray Pye, el protagonista casi central de su novela. Él también es joven y está por la misma zona junto a sus dos amigos, Jennifer y Tim. Y ve a las chicas, las observa desnudas, las analiza, las desea, las devora… y, después de todo, hay en esa fantasía lúbrica el deseo de ir más allá. De matarlas, tiroteadas, y comprobar qué sucede. Esa descarga eléctrica en la química cerebral. Otra clase de erección. Y Ketchum lo describe alternando el frío procedimiento del plan con esa delectación morbosa hacia quien, a todas luces, va a cometer ese primer crimen que lo colocará en el lado del Mal. 

Ese prólogo, casi un electroshock para el lector, da paso a un relato de verano. Un tiempo después. La vida continúa, pese a que los tres implicados en el crimen sobrellevan ese pasado a duras penas (Jennifer, alcoholizada y convertida en la fulana de Ray; Tim, trapicheando con hachís; y Ray obsesionado por cada mujer a la que cree que es su deber poseer). Ketchum, sin embargo, no pone un acento especial en las cosas. Deja que sucedan, como quien observa un tren que tarde o temprano descarrilará. Prefiere apuntar detalles: la coquetería de Ray que es como un disfraz social. Lo que esconden sus botas, el lunar en la mejilla constantemente acentuado con el lápiz, el pelo peinado a lo Elvis y una indumentaria que podría ser la versión perversa de Danny Zucco. Es tan preciso que nos convence de la importancia de las apariencias. No en vano, lo que hay tras el espejo es el revólver y la escopeta con los que cometió el crimen. Así de fácil lo hace el autor para anudar los dos polos de la historia. Belleza y horror. 

Perdición está ambientada en un periodo concreto en la historia estadounidense. Podría llamarse el del fin del sueño hippie, el amor libre y la promesa de una serie de revoluciones sociales aplastadas por el rodillo del capitalismo. De hecho, Ketchum trae a colación el asesinato de Sharon Tate como punto de ruptura que hace añicos toda la historia. Como una manera de subrayar que ese Mal que aparecía difuminado, borroso, tiene un rostro, unos hechos, un espacio y ya no hay duda al respecto. Algo parecido a lo que le sucede a Ray cuando desata toda su violencia y ya es incapaz de mantener los esqueletos del pasado dentro del armario. 

Lo perturbador de la novela, sin embargo, no se halla en el uso de la violencia o del punto de vista según el personaje de que se trata. Diría que, más bien, está en ese aspecto moralmente reprobable de mezclar la violencia con la fantasía sexual de Ray. En ese clima horrible, enrarecido, cuando le confiesa a Kath los crímenes cometidos. En su excitación al confesarlo y cómo convierte lo más atroz que puede ser descrito en una especie de afrodisiaco. Ahí es donde brilla la maestría de Ketchum, donde se deja sentir ese horror, esa perturbación, porque nos traslada no solo hasta lo más bajo, también a lo más frágil. Nos contagia del mismo terror con el que las víctimas de Ray se sienten violadas, vejadas y poseídas. Hace que todo suene viscoso, horripilante y abominable, porque en el fondo no deja de ser un asesino nada especial. El vecino de al lado. Un monstruo que no parece un monstruo. Pero que, casi en secreto, comparte con nosotros su fascinación por llevar al límite, y traspasarlo, todo aquello que forma parte de nuestra educación sentimental. 

En Perdición hay espacio para policías, policías jubilados, adolescentes, jóvenes autosuficientes, bares, hamburgueserías, estampas de vida cotidiana, sueños de prosperidad y relaciones sentimentales que se mantienen en un hilo. Es particularmente bonita la que protagonizan Ed y Sally Richmond, quizá las páginas más hermosas de la novela. Y es, también, particularmente aterradora la que tiene como centro a Kath, lo que queda de su familia y Ray. Porque Ketchum, siempre, nos pone en los pensamientos de sus personajes, en ese complejo entramado mental, hecho de anhelos, deseos y transgresiones, que tan pronto puede entrar dentro de los cauces de lo aceptable como desbordarlo sin remedio. Así hasta convertir la novela en una reflexión sobre la madurez, o no, de la sexualidad americana. Sobre los tabúes, los lugares comunes y, en fin, sobre cómo una serie de hechos históricos dieron al traste con la utopía social que cierta parte de América pretendía levantar sobre la otra (antes de Manson, de Vietnam, del Watergate, el SIDA o la definitiva asunción de que no hay nada que funcione mejor que el capitalismo). Al final ganan los monstruos. Ahí está la novela de Ketchum para introducirnos en su mente, en sus deseos y conducirnos a echar una mirada para ver qué se cuece allí en sus abismos.  


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