Jane, el zorro y yo, de Isabelle Arsenault y Fanny Britt (Salamandra) Traducción de Regina López Muñoz | por Almudena Muñoz
Los ingleses llevan siglos contando una fábula moral, una variante del mítico Barbazul, en la que una muchacha consigue desenmascarar a su prometido, Mr. Fox, en realidad un asesino de mujeres que termina azotado como un caballero al que se le escapa la cola de raposa por los pliegues del chaqué. Desde una mirada extranjera, algunas narradoras han tomado esa herencia británica de forma literal, manteniendo la cercanía al folklore y las distancias con el zorro, como Helen Oyeyemi. Pero Isabelle Arsenault y Fanny Britt, ilustradora y guionista, poseen una sensibilidad canadiense que anticipa cualquier encuentro con la naturaleza como un momento de máximo respeto, siempre en la linde de las tormentas de nieve o fuego. Cuando Hélène cruza su mirada con la de un zorrillo recién salido de la espesura, comienza un momento de paz y ausencia de símbolos, apellidos y representaciones que van más allá de lo sensorial: son sólo Hélène y un zorro, hasta que la realidad interrumpa con sus ficciones, su rotundidad y sus neurosis ese momento tan precioso.
Hélène va al colegio y está en la edad de empezar a crecer, aunque cuando más evoluciona el cuerpo infantil sea en todos los años previos; está en la edad de que empiece a hablarse de cómo su cuerpo crece. Pero en ese ambiente de carpetas y ladrillos resulta bien común que hacerse mayor se confunda con hacerse grande, con que el peso de una niña de cuarenta kilos se dispare imaginariamente a noventa, o a ciento cuarenta y tres, o a ciento ochenta. Los insultos escritos o susurrados, en alguna ocasión fatal el cacareo del espécimen más fuerte, alimentan el peso de Hélène, que calla mientras la sociedad inculca la fobia a las grasas saturadas. El cuerpo de Hélène no tiene ningún problema, pero carga con tanto peso de ida y vuelta al colegio que prefiere aislarse de otros seres, como si el dolor se convirtiera en el compañero de laboratorio de la adolescencia, y no la incomoda llevar en la mochila un libro bastante voluminoso, un ejemplar de Jane Eyre.
Los ingleses llevan más de un siglo orgullosos de que lectores y literatos de todo el mundo sigan celebrando a la más famosa de las institutrices de Yorkshire, aunque la vida de su creadora dejara en evidencia todas las injusticias y faltas de la sociedad victoriana. En realidad, Hélène parece haber dado con el caso de Jane Eyre como por casualidad, y si Britt aligera la importancia de aquel clásico, burlándose de sus peligrosos lugares comunes, Arsenault copia la estética asociada a las Brontë antes de incluir variaciones como escenas protagonizadas por una salchicha. Entre lo gracioso y lo que no tiene ni pizca de gracia media la parquedad de Britt y la suculencia del trazo de Arsenault, quien recurre a la clásica división entre la rutina grisácea y las fantasías coloridas para trasladar la historia de Hélène al plano de la estética del álbum. En ese sentido, la mirada deja arrastrarse desde el comienzo por el criterio de las narradoras (Hélène, Britt y Arsenault), sin cuestionar qué partes son de ficción y cuáles de realidad. Como en el instituto, lo gris, el borrón, el examen a mano y el vapor de las duchas colectivas tienen que ser la muerte, y el color, las chicas llamativas, los vestidos a la moda y las canchas de los deportistas tienen que ser la vida.
Toda asunción tan rotunda es dañina, inútil y empobrecedora, el lugar de tránsito con mayor riesgo durante la pubertad, y Britt y Arsenault lo denuncian sin ensoñaciones, haciendo que la rabia de Hélène sea acumulativa, sin momentos de fábula. Una zona privada que sirve de espejo de cuerpo entero para el lector adolescente, acostumbrado a las superficies deformantes (sí, así de sincero es vuestro drama), y de espejo de mano para el lector adulto, habituado a echar vistazos cada vez más breves y rotos al pasado (sí, así de pequeña era la importancia de aquel mundo recién empezado). El zorro atraviesa el cristal como conexión entre un lugar salvaje e impredecible y el instituto igualmente salvaje, pero predecible en sus recodos de alerta: el terror a cierta esquina, cierto tramo de escaleras, la puerta de la taquilla y los bancos del vestuario. En ese instante, lo que Hélène daba por sentado como una realidad inamovible y como una fantasía literaria demuestra poder cambiar las tornas: ¿y si el material con el que se piensan ambas cosas resulta ser el mismo, igual de manejable?
Decía Barbara Pym que Jane Eyre «debe de haber hecho concebir esperanzas a tantas mujeres feas que cuentan su historia en primera persona», pero sería cruel que el sarcasmo inglés restase valor a las esperanzas de Hélène, quien no reverencia el libro de Charlotte Brontë por ser un clásico, ni por incluir un romance violento. Lo admirable de Jane Eyre para una adolescente es que la heroína no ocultase los rasgos de su sexo, su clase social ni de su carácter, que se mantuviese más firme que esa Inglaterra que se cuestiona volver a levantar el arancel a la caza del zorro, regresando a esas novelas de George Eliot en las que una cola de raposa ensangrentada brincando en la montura de un jinete era un símbolo lujurioso. En Jane, el zorro y yo la ficción es sólo una realidad temporal, antes de empezar ese gran libro de la vida, ligero como un zorro, como una niña que aún debe comer todo el helado que quiera.
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