J, de Howard Jacobson (Sexto piso) Traducción de Antonio Rivero Taravillo | por Óscar Brox
En cierta manera, la distopía se ha erigido en el vivero de todos los relatos de ficción que abordan la (probable, cercana e irremediable) alienación humana integral. Como un muro de contención en el que escribir los augurios, las sensaciones, los terrores íntimos evocados por una realidad cada vez más acelerada. Porque, frente a la imagen de un mundo conquistado por la tecnología, lo virtual y la distancia emocional, aquella parece decirnos que el verdadero alcance del apocalipsis se produce en nuestro interior. Quizá por eso, el futuro imaginado por Howard Jacobson en J carezca de los atributos hipertecnificados que concedemos, una y otra vez, al mundo que vendrá. Antes al contrario, pues el escenario en el que Kevern y Ailinn pasean su historia de amor nos remonta a las imágenes de una Europa remota, desgastada por el fango y las pequeñas miserias cotidianas, ambiente sórdido en el que solo se pueden sentir, pero no ver, los estragos de una catástrofe cercana.
Jacobson aborda con ironía los entresijos de ese apocalipsis interior por el cual todos parecen desconectados de todos. Vacíos. Inquisitivos. Dibujados como personajes que vagan por lugares antaño familiares que ahora solo parecen tristes parodias de lo que fueron. Como las relaciones sociales, el amor o la familia, los tres ejes sobre los que pivota la narración de J. Y es que la historia de Kevern y Ailinn, desconcertante e intensa en su discurrir, bebe de esa contradictoria mezcla de apatía y sobreestimulación, tal vez porque su autor no quiere recurrir a las palabras sencillas, a los sentimientos sólidos, para retratar un mundo inestable en el que hasta la cosa más diminuta está al borde del colapso. O del ridículo. O de la demencia que contagia los pocos trazos de seguridad en la vida de sus protagonistas. Que, en definitiva, niega con ardor la posibilidad de un amor auténtico en ese futuro que acecha al final de la calle.
Así que J se mueve en unas cuantas direcciones, entre nombres familiares que se desdibujan a través de cartas y saltos al pasado, palabras de amor que pesan toneladas en la conciencia de sus protagonistas y una asfixiante sensación de que todo, irremediablemente, es una verdadera mierda. De ahí, pues, que Kevern y Ailinn parezcan unos tiernos bárbaros cobijados en el lugar más remoto del pueblo para, en soledad, tratar de reinventar el mundo. Representar otra historia, alternativa a la que les han contado: a los cuentos de orfanatos, hogares de acogida, abuelos jorobados y capitanes Achab a la caza de su ballena blanca. Una historia de amor al límite; o en el límite. De amor bárbaro, vulgar y, precisamente por ello, verdadero. Tan verdadero que su autor se ahorra un derroche de adjetivos para dibujar con simplicidad las líneas maestras de los sentimientos de sus criaturas. De un amor tan verdadero que el entorno de Puerto Rubén ha depositado en él sus esperanzas de futuro. El conjuro, la pócima o el salvoconducto que les permita huir de la demoledora mediocridad que toda distopía vende con gusto. Esa realidad de carniceros, detectives que no resuelven ningún entuerto, historiadores que solo conocen los detalles morbosos del pasado de sus vecinos y mujeres con nidos de pájaro en la cabeza que conspiran para unir el destino de los desconocidos.
Más que a Philip Roth, la de Jacobson recuerda a las historias de Kurt Vonnegut. A esa visión siempre sarcástica sobre un futuro que, en realidad, ya era presente. Y J, en su mareante baile de personajes, diálogos y situaciones que hacen equilibrismos entre la seriedad y el absurdo, es la clase de novela que parece exhortarnos a valorar la dificultad de mantener vivo eso tan propio que tenemos dentro de nosotros mismos mientras, en paralelo, se construye un futuro. De ahí, pues, que la posibilidad de un amor, como la libertad de pensamiento o los mundos planificados horizontalmente, sea esa quimera contra la que la escritura de Jacobson se bate una y otra vez. Con gravedad, con sarcasmo, con loca ilusión por recordarnos que es la autenticidad de lo que sentimos, de lo que reflejamos a través del pensamiento, de lo que expresamos en bruto y en directo, lo que definitivamente somos. O pod(r)emos ser. Y J es, pues, una de esas historias que no nos habla de nuestro futuro, sino de qué podemos ser en él.
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