Rampo, la mirada perversa, de Edogawa Rampo (Satori) Traducción de Daniel Aguilar | por Juan Jiménez García
Es complicado hablar de la literatura fantástica japonesa sin hablar de Edogawa Rampo. También del cine. Ampliamente adaptado, su nombre se ha convertido en una referencia inevitable, ese lugar por el que es necesario pasar para ir de un sitio a otro. Al menos en su faceta perversa. Y eso teniendo en cuenta que realmente su producción más interesante se concentra en un determinado número de años (entre 1925 y 1929, si hacemos caso a Daniel Aguilar, responsable de la selección y traducción de este Rampo, la mirada perversa), aunque él escribiera durante más, muchos más (cerca de cuarenta años). Por eso, es interesante que tras publicar El extraño caso de la isla Panorama, Satori se embarque en esta recopilación de lo mejor de sus relatos. Subjetiva, como toda selección, no cabe duda de que puede haber otros relatos, pero estos son imprescindibles.
La escritura de Rampo estás construida sobre ese elemento deformante (tremendamente inquietante) sobre el que basculará todo el relato. No hay nada de extraordinario en lo que relata, nada de imposible. Sus personajes son personas más o menos comunes que, de repente, pasan al otro lado de la manera más tonta, más anodina. Como Saburo Koda, el protagonista de El que pasea por el revés del techo, la vida puede no ofrecer nada en particular, ser un completo aburrimiento, la mayor de las insatisfacciones, hasta que en un momento determinado nos encontramos con algo que, sin pretenderlo, cambiará nuestra vida. En su caso descubrir el falso techo que comunica todas las habitaciones de una casa de huéspedes. A partir de ese momento, todo puede ocurrir porque hay algo que ha sido superado. Hemos dado un paso hacia otra relación con lo que nos rodea. En Pulgarcito baila, un enano de circo es sometido a constantes humillaciones. Hasta que llega su momento y todo se desequilibra. Atrapado en el tiempo muerto de su vida, los engranajes se ponen en marcha y ya nada puede ser detenido.
Como aquel Saburo Koda, el protagonista de El infierno de los espejos no espera demasiado de la vida. Así, en grande. Solo le interesan los detalles, convertidos en obsesiones. La suya son los espejos, la imagen que le devuelven. Y a ellos se entrega, buscando incansablemente algo, una visión inédita. Una pasión por los espejos que podría ser la propia narrativa de Rampo y que ni tan siquiera necesita artilugios para crear imágenes. Por ejemplo, en Un amor inhumano, en el que el escritor vuelve a introducirnos en esa necesidad de crear realidades alternativas a aquella en la que están instalados sus protagonistas. Algo que se lleva a su extremo en El hombre que viaja con un cuadro en relieve, en el que un hombre decide abandonar de una peculiar forma el mundo para encontrarse con la mujer-misterio.
La oruga, llevada al cine por Koji Wakamatsu (Caterpillar), es seguramente el relato que mejor condensa esa “mirada perversa” del título. La historia de un soldado que vuelve a casa después de la guerra, convertido en un despojo, sin brazos, sin piernas, sin nada, nos lleva hasta una relación enfermiza con su mujer (¿pero qué es la enfermedad, la perversión, salidos de una guerra?) La habilidad de Edogawa Rampo para llevarnos hacia el terreno inestable de lo inquietante, le dieron un lugar en la literatura japonesa que difícilmente puede serle disputado. Mucho tiempo después, sus historias siguen conformando ese imaginario del que beben otros tantos. Una invitación permanente a cruzar el espejo, a atravesarnos.
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