Ciutat de corrupció, de Horace McCoy (Edicions 62) Traducción de Montserrat Solanas | por Óscar Brox

Horace McCoy | Ciutat de corrupció

Tras el estreno de Corazón de hielo, la adaptación de Despídete del mañana con James Cagney como protagonista, Horace McCoy continuó su trabajo como guionista a sueldo de Hollywood en un puñado de producciones memorables. De entre ellas, Un hombre acusa, que había escrito para la Paramount, fue el germen de Ciudad de corrupción, que se publicaría poco después de su muerte en 1955. A McCoy, que había nacido casi al mismo tiempo que el siglo XX, los cincuenta y pocos años de vida le dieron para pasar por varias guerras (si bien con la primera bastó para que regresase herido y condecorado), una monumental depresión social y la embestida capitalista que trató de borrar el rastro del crack del 29 con promesas y más promesas. Solo así se puede entender la preocupación moral, entre la angustia y la desesperación, que describen sus novelas. Historias de personajes al límite, secuestrados por los claroscuros del pasado, encerrados en un mundo sórdido cuyos tentáculos se extienden por cada uno de sus estratos.

Ciudad de corrupción comienza con una reunión secreta entre el lobby más importante de la ciudad. Preocupados por el avance imparable de la mayor organización criminal, la única que puede obstaculizar su libertad de movimientos, sus integrantes deciden que es el momento de iniciar una guerra desde este lado de la Ley. Alguien ha de detener a Nemo Crespi. Ese alguien es un joven abogado, John Conroy, al que el entorno universitario ha criado entre algodones, consciente del potencial que el idealismo de la savia nueve alberga para transformar la realidad social de un país en estado de shock. Un héroe que venda la imagen del cambio, del orden frente al crimen, la reforma política frente al caciquismo que ha contaminado a todas las esferas de la ley, desde la policía hasta la judicatura. La juventud que, en definitiva, se revuelve contra la herencia que las generaciones precedentes le han legado.

En tiempos de persecución ideológica y de constantes delaciones, McCoy parecía fijar el núcleo de toda identidad en la familia. Como si, en verdad, se tratase del último vestigio de decencia en un mundo vendido al mejor postor. El drama de Ciudad de corrupción no se basa tanto en la pugna por limpiar la ciudad de los negocios sucios de Nemo Crespi como en el chantaje de este último al padre de Conroy, un policía untado por la mafia que asiste a su hijo en la investigación. Lejos de caer en el retrato maniqueo, McCoy concede el peso del relato al secreto familiar que Mike Conroy trata de mantener oculto a su hijo. Aquellos viejos tiempos de vicio e inmoralidad no son tan fáciles de borrar, aquella debilidad humana que orillaba sus remordimientos para ganarse una paga extra no se olvida así como así. Y más si la corrupción de Conroy fue el combustible para que su hijo pudiese salir de un entorno deprimido y, en definitiva, convertirse en el hombre que su padre nunca llegaría a ser.

McCoy maneja el relato con lenguaje preciso y planificación contenida, sin que las maquinaciones de la banda de Crespi y los fogonazos de violencia disfracen su reflexión sobre la integridad moral y la lealtad. No en vano, la mayoría de personajes de la novela cargan con un pasado que, como una herida abierta, no les permite vivir a su manera; si acaso, disimular o disipar sus penas tras la comodidad de una vivienda pagada con dinero sucio. La mala conciencia, los silencios y los dramas familiares avivan ese fuego que nunca parece apagarse, pese a las mejores intenciones. Solo tras el peaje de la muerte, de la desaparición o del exilio. Como si el Dios del Antiguo Testamento ajustase cuentas con cada uno de ellos. La vergüenza de Mike Conroy, ahogado por su falta de dinero, aupó a Crespi a su lugar de poder; el demonio y Fausto. Por eso a McCoy no parece interesarle el papel de la Ley, de los procesos judiciales, en esta historia de venganza moral. Tiene muy claro que el centro dramático se abre con la brecha que la revelación paterna provoca en la historia y, simultáneamente, sabe que esa brecha solo puede cerrarse de la misma manera. Con el perdón, con un futuro liberado de esos canallas que nunca duermen, cuyo dinero compra el silencio de la justicia. El silencio de las personas.

Novela de personajes, más que de acción, Ciudad de corrupción examina las bases morales de una sociedad americana que se afanaba por maquillar sus vergüenzas antes de haberlas superado de manera definitiva. Y es en los diálogos entre los protagonistas de aquel viejo orden, superados por el alcance de sus decisiones, donde McCoy eleva la temperatura del relato para describir ese mundo en descomposición, cuya degradación apunta a algo más que un rey del crimen local. A las redes clientelares, a la indolencia con la que se forjan las alianzas estratégicas, a la política de esconder el pasado para construir un presente absurdamente ficticio. Por eso no es de extrañar que los hombres de Crespi sean policías retirados o expulsados, hombres que han dado un brinco sobre la raya de la Ley para dejarse llevar por la codicia, el pragmatismo salvaje y la amnesia. Hombres marcados, hombres de paja a los que la sombra del pasado está a punto de consumir. Muertos cuyo cadáver se descubre en la última página, antes del punto final, mientras sus huesos blanquean al sol. Al otro lado de la Ley. Ese que, como una molesta herencia, combaten los hijos del New Deal para demostrarse a sí mismos que la corrupción no ha devorado el último resquicio de integridad que quedaba intacto: la familia.


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