Hace cuarenta años, de Maria Van Rysselberghe (Errata Naturae) | por Óscar Brox
La constante labor editorial de Errata Naturae, en cuyo catálogo caben tanto la recuperación de un texto de Thoreau como la voluntad de dar a conocer a un pensador como Alain Badiou, tiene en la colección El pasaje de los panoramas uno de sus más bellos ejemplos. Dedicada en exclusiva a la narrativa, nace de dos líneas que marcan el surgimiento del hombre moderno y de sus nuevas formas de vida, deseos y conflictos. Tras editar a autores como Lafcadio Hearn o Alessandra Lavagino -esta, por cierto, noble exploradora de aquellas formas de la verdad que tanto apasionaran a Leonardo Sciascia en sus relatos-, Errata suma una nueva adición con Maria Van Rysselberghe. Escritora secreta, apenas editada en nuestro país, Rysselberghe compone con Hace cuarenta años su perfecta carta de presentación. De formato breve, esta obra nos sumerge en uno de los terrenos más evocadores de la literatura: la memoria. A través de la propia narradora, una pequeña porción de tiempo, perdida cuarenta años atrás, cobra vida bajo la forma de un intenso retrato del amor fugaz. Podríamos pensar en aquellos amantes de Hiroshima, reflejados con abrasiva intensidad por las palabras de Marguerite Duras; en la delicada fragilidad con la que las emociones más sensibles ocupan el epicentro de un relato. Y, sin embargo, no alcanzaríamos a divisar la insólita belleza agazapada en el corazón de esta novela.
Una casita junto a las dunas de la playa del Mar del Norte. Dos personajes -a los que tarde o temprano se les sumarán sus respectivas parejas- y un ambiente de íntima complicidad que se va gestando a partir de las lecturas compartidas, de las conversaciones interminables (esas que parecen persuadir al tiempo para que se olvide de su existencia) que desvelan el nacimiento del amor. Ella, Maria, extrae de su memoria el recuerdo de cada diminuto gesto que la llevó hasta él, Hubert. Gestos, palabras que nos conducen hasta un amor que nunca será materializado, que impregnará las paredes, los libros de esa casita junto a las dunas, pero que nunca traspasará la frontera de sus cuerpos. Ese es el mérito de la sensible prosa de Rysselberghe y donde reside el secreto de Hace cuarenta años: en su capacidad casi alquímica de trocar unos sentimientos cuya realización tienen prohibida en uno de los más profundos discursos sobre la pasión amorosa; en conseguir que esa historia que nunca podrá suceder exprese tanto amor como si hubiese sucedido. Con sus palabras, Rysselberghe exalta otro amor posible, que escapa -por bello, discreto y delicado- a las categorías ya existentes, como si estuviese contado a partir de las puras emociones de sus protagonistas. Así, en la intensidad emocional que embarga cada lectura, donde sus protagonistas reconocen unos estados sentimentales propios, Hace cuarenta años disecciona el espíritu y la condición de una sociedad que comenzaba a intuir los destellos del nuevo siglo.
Maria Van Rysselberghe no publicó este relato hasta cumplir los setenta años (moriría a los noventa y tres), mientras inventariaba cada gesto, cada pedazo de la vida de André Gide hasta su muerte. Fruto de esa agilidad para encontrar el concepto exacto que reanime aquella vida en sombra, Hace cuarenta años se erige, tal vez, en la mejor representación de aquello que Pierre Bergounioux reivindicaba para entender el camino de Marcel Proust hasta culminar el tiempo perdido: escribir desde el coraje, no desde la inteligencia; desde los años que tardamos en fermentar una imagen propia del mundo. Cuarenta años después, Maria desnudó a esa sombra para descubrir la vida que todavía habitaba en su interior, cuya existencia no abandonó durante aquel paréntesis. El amor, fugaz y no consumado, nos dice Hace cuarenta años, no es nada comparado con la impresionante sensación de vida que nos deja. Su mérito consiste en poner a nuestro alcance los efectos, las impresiones de ese pequeño gesto perdido en el paso del tiempo. Volver a vivir.