Días felices en el infierno, de György Faludy (Pepitas y Pimentel) Traducción de Alfonso Martínez Galilea | por Juan Jiménez García

György Faludy | Días felices en el infierno

Esa deriva desde los días en los que fuimos felices hacia nuestros infiernos… Pienso en el título del libro de György Faludy y como este lo encierra lo escrito pero de una manera inquietante. Y es que las memorias de Faludy, estas que van desde su primera salida y exilio de Hungría hasta ese segundo exilio-huida, con todo lo que tuvo de definitivo, tienen como primera virtud ser capaces de transitar de una manera lumínica (y esta es la palabra) desde la alegría triste de los primeros tiempos a la amargura, la oscuridad visible de los campos de trabajo, con la derrota de todas las ilusiones que se podían tener en el ser humano y que él tenía. Unas memorias que empiezan como un libro incluso de aventuras y acaban en las paranoias comunistas de los años cincuenta y la represión sin sentido, en el fango de los campos de trabajo, hasta los espejismos de las primaveras pisoteadas por los tanques soviéticos. Y todo desde la óptica de un poeta que creía, tal vez desde una ingenuidad desesperada (desesperada por confiar), que el mundo no podía ser peor de lo que había sido. Y dentro del mundo, Hungría. Su Hungría.

György Faludy ya es un poeta y traductor reconocido cuando abandona su país por el hospitalario París de entreguerras. Las cosas se han puesto mal. Con un gobierno de ultraderecha afín al nazismo emergente, las posibilidades de acabar en prisión por sus opiniones son más que evidentes. Se marcha con su mujer, Valy, y allí encontrará a otros exiliados, en parecidas circunstancias. Sin embargo y pese a las penurias económicas, la vida tiene su aquel. Escribirá para alguna revista y compartirá aventuras con Bandi Havas y Ernö Lorsy, personajes pintorescos que, en buena manera, vendrán a simbolizar el infierno el primero (político de rectitud y tendencia comunista) y los días felices el segundo (historiador veleta). Llegados en 1938, la alegría les durará bien poco, porque la Segunda Guerra Mundial ya está ahí y, con ella, la invasión alemana de Francia. De nuevo, hay que huir, porque nada bueno puede esperarse de esa ocupación.

Sus miradas se dirigen hacia Marruecos. Cualquier lugar para salir de allí es bueno, y Marruecos es un lugar como otro cualquiera. Se les ha concedido aquello que Rimbaud pedía para sí mismo: una vida de aventuras. Una vida de aventuras siempre al límite en la que aún hay espacio para otros días felices. Los encuentros casuales provocan algo de desahogo, momentos en los que la vida parece haber cobrado otro sentido, o hilarantes negociaciones con mercaderes senegaleses. Faludy piensa seriamente en establecerse allí, pero surge la posibilidad de continuar esa huida, de escapar aún más lejos. Estados Unidos les está esperando. Un país que recorre durante unos años pero que no parece decirle nada. La brevedad con la que pasa sobre él (en contraste con todos sus otros destinos) es abrumadora. Apenas unas páginas, apenas unas referencias al exilio húngaro y su labor como editor de una revista que lo aglutinaba. La guerra ha terminado y el poeta quiere volver a Hungría, aunque los consejos y las intuiciones sean desfavorables a ello. Los soviéticos han invadido el país, la vieja Europa se ha repartido en dos zonas que marcarán las décadas siguientes. Stalin, bien presente. Sin embargo, Faludy piensa que es ahí dónde debe estar y ayudar a construir ese futuro que se merecen.

Durante los primeros años colabora con el partido socialista, pero este acabará en una unión con el partido comunista y, tras ello, volverán sus problemas, fruto de las paranoias del presente. Su trabajo en el mundo cultural no le librará de nada: al contrario. Las purgas y persecuciones acabarán por ir acercándose más y más, con el retrato de aquellos tiempos asfixiantes, en los que resultaba imposible tener alguna certeza más allá de la que algún día sería su turno. Aún así, es incapaz de escapar de ese destino fatal que sabe que le aguarda, como si estuviera íntimamente ligado a él y nada, absolutamente nada, debe evitarle llegar a él. Y llega. La prisión, la tortura, el campo de trabajo como destino final. El hambre, la humillación, la lenta destrucción. El cálculo de cuánto puede vivir un hombre. Él, que había escapado del nazismo no sintió la voluntad de escapar del estalinismo, versión húngara. A partir de ahí, el relato de su vida será el recorrido triste, apagado, a ratos de una esperanza mortecina, no exento de ironía, de triste ironía, sobre el infierno.

La vida siguió para György Faludy, pero aquellos días felices, prólogo del infierno, aquel encuentro de la belleza de un tiempo triste con la tristeza de un tiempo horrible, ese camino ordenado hacia lo más bajo, se quedaron aquí, en este libro, con toda su brutalidad (pero también con esa luminosidad que lo atraviesa). Una obra mayúscula, irónica, feliz incluso cuando no puede serlo (y entonces su amargura no nos deja indiferentes, nos deja calados hasta los huesos, con la lluvia fina, persistente de sus palabras). Testimonio de las inconsistencias intelectuales que llegaron tras las guerra y que veían paraísos allá dónde no quedaba nada. Un futuro donde este había sido abolido. Grandes obras donde solo había campos de trabajo. Mirar hacia otro lado, ese lujo del primer mundo.


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