Los diablos enamorados. Introducciones a la literatura erótica, de Guillaume Apollinaire (El Paseo) Traducción de Julio Monteverde | por Juan Jiménez García
Qué habremos hecho mal para que un libro de Guillaume Apollinaire sea un acontecimiento… Entre aquellas cosas con las que uno no podría vivir debería estar la poesía de Apollinaire o Apollinaire mismo, pero lo cierto es que, como suele ocurrir, la dispersión de su obra por innumerables editoriales es síntoma de que algo no acaba de funcionar. Cierto que la obra de Apollinaire es de una riqueza considerable y que se metió en no pocos frentes, desde la poesía hasta el teatro, desde la novela hasta el ensayo, pasando por la correspondencia con sus amores correspondidos en mayor o menor medida. Así ya no es que libros como Zona o Caligramas sean hitos en el largo recorrido de la poesía, puertas que se abrían hacia otros mundos y posibilidades, sino que él mismo marcó una época, a la que no fueron ajenos ni el surrealismo ni el erotismo. Y aquí pongo estos dos términos juntos porque también fue un signo de los tiempos. La literatura erótica fue un juego ampliamente practicado, con pasión en el caso de escritores como Georges Bataille (cuya obra va más allá de Historia del ojo) u ocasionalmente por otros como Benjamin Peret o Louis Aragon, eso si obviamos que un libro como Edad de hombre, de Michel Leiris, era su respuesta a la invitación de Bataille para escribir un libro del género (y Leiris se ofreció a sí mismo como sujeto). En fin. Años eróticos, pues, que revalorizaron a autores como Sade y esta otra forma de la literatura (gracias, todo sea dicho, a editores como Jean-Jacques Pauvert).
Vuelvo a Apollinaire. Apollinaire también había hecho su aportación al género con Las once mil vergas, libro que en nada desmerece la desmesura de los demás, de modo que se quedó ahí, entre unos y otros, entre historia y presente. Pero no solo. Como indica Julio Monteverde en su prólogo a Los diablos enamorados (Introducciones a la literatura erótica), el libro reúne los prólogos que a principios de 1908 la editorial L’Édition le pidió para una nueva colección, que luego, ante el éxito, se ampliará a otra, también con la colaboración del poeta. Este se entregó a la tarea empezando por Aretino y Sade (que, todo sea dicho, son sus introducciones más amplias y más naturales, orgánicas, seguramente por un mayor conocimiento y aprecio de sus autores, en especial, del segundo). Solo la guerra pondría fin a esas colaboraciones, que empezaron cuando él contaba con veintiocho años y un gusto declarado por el tema (por si esto no quedaba suficientemente claro con su acercamiento al género).
El caso es que este Los diablos enamorados se convierte en un catálogo gozoso por instantes, esforzado en otros (en los que se nota que Apollinaire tiró más de biblioteca, de referencias externas), algo que se refleja también en la extensión de los textos. que van desde las sesenta páginas dedicadas al Divino Marqués a las dos o tres dedicadas a otros. Esta irregularidad de fondo y forma hace que no estamos ante uno de sus libros mayores, pero los libros menores de unos superaran con creces las obras de otros. Además, contamos con la propina, fuera de la edición original, del texto sobre Las flores del mal. Qué más… Que queremos tanto a Apollinaire…