Brujería, de Gonzalo Torné (Anagrama) | por Gema Monlleó

Gonzalo Torné | Brujería

“La dualidad entre lo que somos y lo que parecemos se dobla, a la vez, en la dualidad de lo que sentimos y lo que los demás ven en nosotros. La ausencia de manifestaciones externas del dolor producido por la pérdida de los seres queridos sólo deja lugar para la locura de la intimidad”
La soledad de las palabras, José Jiménez  

(introducción a El instante de la muerte. La locura de la luz, Maurice Blanchot) 

“¿Qué nos retiene en un sitio? ¿Por qué nos quedamos al lado de alguien?”. Así comienza Brujería, la novela con la que Gonzalo Torné (Barcelona, 1976) sigue trazando el mapa de su proyecto literario, un ecosistema de libros enlazados los unos con los otros por los hilos de sangre de la familia Montsalvatges. En esta ocasión la saga familiar núcleo de su cartografía es un referente casi in absentia, siendo el peso del pasado, la melancolía con la que miramos atrás, la parálisis a la que puede abocarnos la nostalgia, las posibilidades truncadas o no desarrolladas, las arenas movedizas sobre las que se sustentan y reconfiguran las biografías y la voz y la memoria de los muertos, algunos de los temas que atraviesan una historia que se abre cual anillo de árbol centenario por la cantidad de círculos y círculos que contiene. 

La prosa de Brujería se sostiene sobre los cimientos de las emociones de Diego Duocastella (encarnación de la “droite divine” catalana: “apellidos antiguos, miserias largas”), la relación cruzada que establece con los recién conocidos Pons: Julio y Laura, matrimonio, y Berta, hermana de Julio (“me incorporé a la corte de los Pons como una figura a medio camino entre  el pariente hechicero y el paje conseguidor”), y el recuerdo de un pretérito grupo de amigos (Valeria “pelo de fuego”, Bodel y los Montsalvatges) de los que hace siete años que se distanció (“siete años han ido desprendiéndome de la ciudad, ya solo os echo de menos a vosotros, y ni siquiera sé si seguís aquí”). Esos siete años, el paréntesis de tiempo que Diego ha pasado en Italia (“era preferible huir que vomitar”), son la sombra que recorre la historia, el peso con el que Diego carga desde el momento frontera que cambió su vida: el nudo que se le atraganta y que no termina de desatar pese a su apariencia de liviandad (“caminaba con un optimismo casi despótico y reía como una explosión de fuegos artificiales”) 

En esta ocasión Torné desarrolla la trama de la narración principalmente a través de los diálogos (la conversación como “una fuerza más disruptiva que la imaginación y el sueño”), en una suerte de tenis dialéctico (“el libertinaje de las confidencias”) con el que los personajes se desnudan o disfrazan según sus intenciones, coraje o debilidades y en el que la palabra es la acción marcada por sentimientos y el tono es la caracterización verbal de los protagonistas, (“las primeras frases que intercambian dos personas son como esas piedras que se tiran a un pozo para calcular su profundidad. Tentativas”). El baile íntimo entre el quién somos y el quién queremos mostrar que somos y las multidobleces a las que sucesivamente nos ajustamos se exponen a través de la interlocución, de un juego de espejos que sondea tanto al que habla como al que escucha, al que expone como al que responde, al tentador como al tentado en un intercambio de máscaras continuo, inagotable y plagado de casi-aforismos brillantes. 

El minué conversacional está atravesado por la inherencia a las diferentes clases sociales de los personajes. Así como a Diego y Laura los conforman el pedigrí de las fortunas largamente amasadas, los hermanos Pons provienen de un estrato social inferior que incluye orfandad, becas, orgullo, cierto resentimiento y una ambición más o menos disimulada (“hace tan poco que abandonamos las habitaciones sin expectativas donde nos criamos”). Laura, bella y liviana (“soy consciente de que no soy profunda, nunca me he preparado para trabajar en serio”), reconoce que admiraba las “manos de dependiente” (sic) de su marido Julio mientras preparaba biberones y cambiaba pañales, y se pregunta cómo se las arreglan en la vida las personas menos afortunadas, las carentes de belleza, dinero y gustos exquisitos. Y Diego, el diletante burgués que llora “lágrimas negras por las oportunidades perdidas”, el ángel caído con las alas abrasadas que atraviesa “una paz tibia”, se deslumbra por la mordacidad y el arrojo de una Berta (“soy una artista del abandono”) que, desde el reconocimiento de sus carencias (afectivas, económicas, de autoestima), le espeta a Diego una reconstrucción de su propia historia: “Hay una gran diferencia entre tú y yo, entre tu caída y la mía. Yo estoy viva y voy a seguir estándolo. Y tú te has perdido en la indiferencia (…) Tu fuego está seco”. ¿Una casta de excluidos por nacimiento y otra casta de excluidos por los hechos?   

La normatividad de las relaciones de pareja salta por los aires en Brujería en un reflejo contemporáneo en el que la institución matrimonial, esa que se sustenta en mantener el capital unido (emocional, de dependencia, monetario), deviene pactadamente líquida (“seguimos amándonos como si la respuesta a las confusiones del matrimonio fuese más matrimonio”). Esta reconsideración a priori positiva de las relaciones monógamas no está exenta de trampas, y la fragilidad, los celos (“de lo que se trata es de vencer los celos, salir de la trampa de la posesión”), la irrupción de otras fascinaciones, los altares sacrificiales, y “la moral restrictiva y los impulsos naturales” contribuyen a destejer una red de imposibilidades modélicas (“a veces me parece que los sistemas éticos son monumentos a nuestra impotencia”) y a sentenciar que “el amor es un juego de la clase media”. 

Diego, el narrador, se dirige a un tú plural, a “los fantasmas de la memoria más benigna: la de los ausentes” (no es baladí que los fantasmas del pasado y del futuro aparezcan en un texto de Torné conociendo su admiración por Charles Dickens…), a los amigos (¿definitivamente?) perdidos de los que no quiere desprenderse (“a la tristeza de habernos distanciado se sumaba el riesgo de que la memoria os alterase”) no sé si tanto por la añoranza de un futuro compartido como por ser la prueba de una juventud, o “sensación de juventud”, ya agotada (“mientras esperábamos con los pulmones encogidos a que la vida se decidiese a acelerar”). Ellos, el pasado que llega “en oleadas”, los “del Eton del Eixample Dret” (Berta dixit), son el contexto de aquel otro Diego, el de antes del gran crujido emocional (“nadie vuelve, ese es el saldo desolador”), los ausentes a los que quiere y no quiere resucitar, y ante los que decide doblar el Cabo de Hornos de una petición insólita como un barco del siglo XIX, sin importarle que uno de cada tres naufragase en el intento (“si el futuro no tiene ambiciones para mí, al menos puedo disfrutar de ver bailar entre el vapor dorado del sueño a mis fantasmas favoritos”). Diego, ¿antes el cobarde? Diego, ¿ahora el intrépido? Diego, ¿implorando expiación? 

Novela que exuda trazas de voluntad política (sin subrayar ideologías), desde el retrato de la banalidad en que puede convertirse el consumo de afectos (“me viene tan bien apoyarme en una confianza nueva ahora que mi día a día se parece a participar en un experimento solo porque nos hemos convencido de que vale la pena) al alegato feminista (“la historia de las esposas fieles se confunde con un catálogo interminable de mujeres sin derechos ni propiedades, disminuidas, amenazadas por el convento y aterrorizadas por la violación. No eran fieles, eran obedientes”) y a la amoralidad que en cualquier momento desciende como un manto falsamente cálido sobre nosotros (“¿nunca has deseado en un brote negro la muerte de las personas a las que más querías?”). Resuenan Belén Gopegui, Elvira Navarro, Isaac Rosa o Elena Medel en las reivindicaciones de clase (“saca la humildad de mi boca. Las personas que no venimos al mundo con un piso bajo el brazo no somos humildes, no te atrevas a quitarnos nuestro orgullo”) que denuncian la influencia del dinero en las diferentes maneras de vivir y aceptar el amor y las rupturas (“me parece maravillosos cómo lleváis los cuernos la clase alta. Saber que si te vas o si él decide romper un hogar nadie se queda en la calle. Sin el cargo material ha de ser delicioso hacerse la digna”), la posibilidad privilegiada sólo para algunos de redirigir su itinerario vital (“entre los apellidos viejos siempre encontramos a alguien que se hace cargo mientras nos recuperamos, así amasamos nuestras segundas y terceras oportunidades”) y la brecha económica que ya no hay ascensor social que salve (“no he llegado al final de la treintena y estoy agotada hasta los huesos, es un cansancio que se te mete en los ojos y en la espalda, te come la risa y las ideas. Da igual lo bien que lo hagas: no vas a comprar un piso en tu puta vida. Inquieta por si te suben la luz y atemorizada por el futuro de las pensiones, con los proyectos emocionales colgando del hilo de la precariedad laboral”). Nota al margen: que nadie se despiste ante la socarronería con la que Torné exhibe la etiqueta que insisten en colgarle de escritor de la burguesía catalana en el retrato del pueblo del verano que abre la novela: un heterónimo de Cadaqués tan ficticio como el de Casa en flames (Dani de la Orden, 2024). 

Reminiscencias de Choderlos de Laclos en las intrigas subterráneas (“los embrollos burocráticos de mi Versalles de bolsillo”), las estrategias mal disimuladas, la ilusión por disfrazar el “barullo doméstico” de coronación casi aristocrática, y la corta (¡y excelsa!) parte epistolar “Cartas a un fantasma” by Clara Montsalvatges -alias “ala de cuervo”-, que parafrasea a Jane Austen bautizando la manera de estar en el mundo de los Pons como ”secreciones y remordimientos” (¡bravo siempre por Clara, bravo!). ¿Será Brujería, como lo era Las amistades peligrosas, también una novela sobre la vanidad? Será. ¿Serán el clasismo de la inteligencia, el de la belleza, el del dinero pilares en ambas obras? Serán.  

Más allá de las maquinaciones que se desvelan en la trama, Brujería (y en general la obra de Torné) aboga por la bonhomía, por la integridad de sus personajes (sea cual sea su moral hay coherencia en sus actos: “qué pocas cosas unen más que un engaño consentido si beneficia a los dos”), por el cuidar y el dejar cuidarse en una “geometría elegante” de los afectos, por la honradez dialéctica, por amabilizar el mundo más cercano desde una caricia exenta de solicitud de reciprocidad (“¿hay algo más importante que cuidarnos los unos a los otros mientras quede tiempo, ser amables mientras todavía es posible?”). Y es que la brujería a la que alude el título no es tanto un maleficio o un embrujo sobre alguno de los personajes, sino la fascinación que sienten los unos por los otros, o por lo que cada uno de ellos (los ausentes también) encarnan, en una respuesta implícita a los interrogantes iniciales: “¿Qué nos retiene en un sitio? ¿Por qué nos quedamos al lado de alguien?”.   

Amistad, amor (“ya somos la persona que le puede hacer más daño a la otra”), deseos, mezquindades, generosidad, ambiciones, engaños (y autoengaños), debilidades (confesas e inconfesables), pasiones, contradicciones, remordimientos, orgullo (herido o no), hipocresía, dolor, cinismo, catarsis, cobardía, confusiones, deslealtades, celos (“¡los celos son una moral!”) imprudencias, desencantos, tensiones, decepción e ingratitud, epifanías (¿espejismos?), circulan por Brujería en un viaje caleidoscópico y a ratos espectral desde la exploración imaginativa y las fulguraciones de la memoria hasta la experiencia vivida.  La voz de Torné oscila entre la honda apariencia de amabilidad irónica de Iris Murdoch (la reina retorciendo a sus personajes, God save The Queen) y la densidad psicológica de Javier Marías, V. S. Naipaul, Henry James (¡la vuelta de tuerca de la página 310!) o Philip Roth, esa que pone la carga de la prueba en las decisiones, las que se toman por asalto desde la intuición y las que se posponen o eluden desde la sensatez o la cobardía, ese catálogo de posibilidades introspectivas que radiografían las ambigüedades de los personajes y desde los que el autor exhala sentencias de pura lucidez (“no hay nada más valioso que asistir al despliegue de una conciencia que ha decidido querernos”).  

Brujería es el quinto capítulo del proyecto literario de Torné, una galaxia de alta literatura bolañianamente trazado, alejado de modas o inspiraciones sorpresivas, cada vez más disfrutón y juguetón con la técnica y el estilo (¡se atreve hasta con los sueños y con unas descripciones botánicas de corte melvilliano!), que todavía mantiene territorios ignotos alrededor de la familia Montsalvatges (¿será verdad que Bodel, el poeta, colonizará su propio espacio en un próximo libro?), que desarrolla la contemporaneidad (presente en tantos ensayos) con recursos novelísticos, y ante el que mi felicidad lectora va marcando con alfileres abanderados las nuevas tierras conquistadas.  

“Una novela es un avispero de intenciones, ideas, imágenes, recuerdos, engaños, deseos, acusaciones y aspiraciones… Es una agitación continua, como la vida. ¿Por qué iba a ser distinta la ficción de la vida?” 


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