Mi vida en el arte, de Rafael Álvarez, El Brujo (La Rambleta)  | por Juan Jiménez García

Era tan solo un adolescente, y la primera obra de teatro que vi en mi vida (al menos que yo recuerde), fue El lazarillo de El Brujo y Fernando Fernán Gómez. Era el Teatro Principal de Valencia y recuerdo, por aproximación, hasta el lugar en el que estaba sentado. ¿Por qué soy capaz de recordar estas cosas innecesarias y olvido tantas otras, ocurridas hace apenas unos minutos? El caso es que ya había leído a Quevedo con disfrute, pero lo que más me llamó fue precisamente aquel intermedio en el que El Brujo ya no rememoraba al pícaro Lázaro, sino al Rafael Álvarez, el Brujo, cómico. El teatro se hizo. Pasarían muchos años hasta volvernos a encontrar. Fue en Madrid y era San Francisco, juglar de Dios, en el que se encontraba con su bien querido Dario Fo. De nuevo, vida y teatro, la suya y la mía propia, se entrecruzaban y salían a la calle, a las tablas. No es ocioso que en tan pocas líneas ya hayan aparecido Fernán Gómez y Fo, porque con ellos, forma parte esos cómicos que, desde el tiempo convertido en noche, llegan hasta nosotros y quién sabe si irán más lejos. Tal vez, hemos llegado al final de un viaje muy largo, que resuena en otros, pero en otros que también están por despedirse. Nos hicieron, nos han hecho, muy felices. 

Cuando aparece el Brujo en el escenario, la conexión es inmediata. Raro es ya quién lo ve por primera vez. Es más, creo que nunca hay una primera vez. Es una prolongación de alguna cosa, que está allá, dormida en nuestro interior. Atraviesa siglos, lleva a sus espaldas místicos y juglares, una manera de entender el mundo. Un mundo que no pesa, que es ligero, como aquellos mundos antiguos de Pier Paolo Pasolini en la Trilogía de la vida. Antes había una obra y, en las pausas de la obra, hablaba de él, de sus peleas con el presente, de la actualidad siempre renovada, de esa ironía de vivir. Ahora la obra son las pausas y las pausas son la obra, o todo es lo mismo, un mismo cuerpo cuya única forma es el actor, con la única unidad de su presencia. Bromea con confundir las obras, cuando lo que se confunde es obra y cómico. No confundamos la palabra cómico. Un cómico es una figura por completo teatral. El escenario, en este caso, está vacío: solo hay un atril antiguo y podría no estar, porque apenas si lo usa un instante y es para apoyarse. Solo necesita aire. Aire y noche, y el aquí muy ligero y puntual acompañamiento de un violín. Se apodera de la luz, del espacio, del tiempo. Todo es palabra que retumba, gesto, movimiento, una presencia que lejos de abrumar, rompe una y otra vez el foso con la platea sin necesidad de ir hasta allá.  

El Brujo entronca con una tradición de siglos y llega hasta Dario Fo, juglar, cómico cómo él. Causó más revuelo darle el Nobel a un juglar que a un cantante. Fo reunió en Misterio Bufo las bases en las que se movían y se moverían las obras de ambos. Esa felicidad de estar, esa manera de mostrar cómo el pasado vuelve en el presente. Como el misticismo (que es erotismo, como acertadamente señala) y su materialización de la realidad por el amor, deberían ser cosa del ahora, y vuelan los santos y los papas y hasta los dramaturgos, y también la poesía. El verso, escrito en ese aire nocturno del escenario, cielo estrellado que debió de ser en su momento y que, aún hoy, es. Leo a Israel Galván, bailaor: “Para mí, el ruido es silencio”. También la palabra. Se escribe ya poco sobre el Brujo. No leeremos críticas de sus obras y, cuando sale en prensa es porque ha recibido algún viejo premio. Tal vez. Esto habla más bien poco a favor de quién lo ignora, porque sigue llenando teatros y, seguramente, creando nuevos públicos, confundidos entre los antiguos. Aquí, en Mi vida en el arte, habla del funeral de Fernando Fernán Gómez, de la fuga de Fray Luis de León, de una noche saliendo del teatro e, incluso, cuando acaba, pregunta por el bis, como si fuera un cantante. Ahí aparece San Francisco de Asís y Dario Fo. Estamos juntos, de nuevo. Es un revoltijo unido por el arte y la vida, por la poesía y el humor. Se ríe mucho. Él y nosotros. Luego seguirán más pueblos, más plazas, más viejas pensiones. Cosas que ya no existen, ya no existen así, pero de alguna manera permanecen. En todo caso, continua ese viaje a ninguna parte.


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