Los hermanos Vonnegut. Ciencia y ficción en la casa de la magia, de Ginger Strand (Es Pop ediciones) Traducción de Regina López Muñoz | por Óscar Brox

Ginger Strand | Los hermanos Vonnegut

Cada vez que tengo la oportunidad de escribir algo a propósito de Kurt Vonnegut empiezo diciendo lo mismo: no tengo ninguna duda de que las primeras páginas (y, en verdad, cualquiera de las páginas) de Madre noche podrían perfectamente constituir uno de los tratados morales más importantes del Siglo XX. Con el tiempo, y mi obsesión por volver una y otra vez sobre los libros que me gustan, se ha convertido en mi obra favorita de Vonnegut. La que aborda, con la ayuda mínima de la sátira y el disfraz del género, el eco mastodóntico que un acontecimiento como la 2GM puede provocar sobre la naturaleza humana.

Las primeras páginas de Los hermanos Vonnegut arrancan, no podía ser de otra manera, con la Guerra. Con Kurt en Dresde, en el momento del bombardeo, y Bernard en Estados Unidos. Para el primero, aquel episodio fue tanto el Alfa como el Omega. Algo hizo crac. Quizá la inocencia, o tal vez la confianza moral en una humanidad reducida al frío, el barro y el fuego enemigo en un país extranjero. Vonnegut arrastró toda esa aglomeración de vivencias a la espera de encontrarles acomodo en un texto. De aprender a darles una forma literaria. Contarlas, al fin y al cabo, lo podía hacer cualquier superviviente. La emoción, el pathos, la reflexión filosófica, en cambio, no.

Ginger Strand nos sitúa cronológicamente en la historia de los Vonnegut, siguiendo en paralelo las andanzas de ambos hermanos en una América decidida a tomar el timón del gobierno mundial. No en vano, tanta importancia tiene su participación en la 2GM como el hecho diferencial de la bomba atómica con la que arrasó Hiroshima y Nagasaki. De pronto, la energía nuclear emergió en el tablero global alterando completamente las cosas. ¿Cómo gestionar todo ese poder? ¿Puede una nación arrogarse el deber moral de decidir sobre el resto del planeta? Después de una prueba de fuerza como aquella, ¿todavía era posible creer en la paz mundial? Con todos estos elementos en el paisaje, Strand nos traslada hasta el interior de General Electric para narrar una historia de ciencia y ficción, así, por separado. Vonnegut y Vonnegut. Estamos en la América que empieza a desperezarse frente al mundo, hechizada por su creciente poder sobre el resto de naciones y empeñada en presentarse como la encarnación del bien y la defensora del mundo.

Si algo tiene la carrera armamentística, o cualquier competición por llegar antes al mayor logro científico, es que incentiva el ingenio. La astucia. La resistencia, también. El relato de los Vonnegut tiene mucho de todo eso. Para empezar, porque el clima de alarma global desató una carrera de fondo en busca de nuevos hallazgos que permitiesen recuperar esa estabilidad que la Guerra había hecho añicos. La ciencia no busca construir armas, sino dar con soluciones que puedan evitar otro holocausto. Es la naturaleza humana la responsable de una mala o buena praxis cuando le toca darles un uso. Por eso, General Electric se convirtió en la casa de la magia al investigar (y aquí, junto a Bernard Vonnegut, tendrán un peso fundamental nombres como Irving Langmuir o Vincent Schaeffer) usos y técnicas aplicadas. Una de las reflexiones que trasladó la experiencia de combate de la 2GM fue que, de haberse dado unas condiciones climatológicas menos adversas, tal vez el combate contra los alemanes no habría sido tan calamitoso. Entonces, ¿por qué no investigar cómo alterar o modificar la meteorología para darle un uso diferente? Desde evitar catástrofes naturales a aprovecharse de las ventajas tácticas que proporcionaría.

Con todo lujo de detalles, Strand nos sumerge en los entresijos del proyecto CIRRO y los innumerables experimentos que, con o sin permiso, llevaron a cabo los científicos de la General Electric. El yoduro de plata, las toneladas de hielo seco, la creación de lluvias… La historia es tan apasionante como para, a ratos, rozar lo mitológico. La nostalgia de una época en la que la ciencia creyó en la posibilidad de un compromiso ético que frenase la locura vivida durante la Guerra. Bernard Vonnegut fue uno de sus adalides. Ahora volvamos a Kurt. Su hermano le consiguió un trabajo como redactor en GE, si bien aquello era un sustento para dedicar todo su tiempo a la escritura; mejor dicho, a la literatura. Primero, a base de relatos con los que coleccionó unas cuantas negativas de publicaciones y editores; más adelante, con novelas una y otra vez corregidas que, en fin, corrían una suerte similar. Strand dibuja los contornos del Vonnegut más joven bajo la huella indeleble de la guerra y de sus resonancias morales. Está el recuerdo de Dresde, la pérdida de una inocencia (y la americana, ciertamente, debía ser enorme cuando llevó a cabo el salto al otro lado del Atlántico) y la necesidad de Kurt de convertirse en narrador de toda esa marabunta de sentimientos.

Leer el libro supone observar cómo se cuece lentamente el temperamento creativo del autor de Cuna de gato, casi al mismo tiempo que su hermano y sus colegas llevan hasta sus últimas consecuencias esa práctica del ensayo científico y el error. Una prueba tras otra en busca de evidencias con las que sustentar su proyecto. Si Bernie tuvo su CIRRO, definitivamente Kurt tuvo eso mismo con La pianola, obra casi medular en su trayectoria literaria que abarcará gran parte del análisis de Strand. Obra que fue, a ratos, tabla de salvación y losa en la carrera de su autor. Pero obra que, al fin y al cabo, sirvió para tallar la madurez creativa de Vonnegut.

Esa inocencia a la que aludía antes se deja notar en muchos aspectos del libro. En la personalidad de Bernie y los trabajadores de GE, bastante alejada de los intereses crematísticos que otros poderes fácticos detectaron en sus investigaciones meteorológicas. En capítulos casi enterrados en la historia del Siglo como el de fabricar lluvia para paliar la sequía en Nueva York. O en momentos, prácticamente llegando al final, cuando hombres sencillos como Bernard Vonnegut llevan a cabo una reflexión interior y tratan de definirse frente a los demás: ¿científico? ¿Humanista? Un artista, responderá su hermano. Eso es lo que siempre fue.

Hace años, en El mito del marco común, Karl Popper escribió un texto titulado La responsabilidad moral del científico. La época, el poder y las posibilidades de cualquier hallazgo invitaban automáticamente a evaluar el alcance moral de todo esto. Diría que este magnífico ensayo-biografía de Ginger Strand camina en una dirección similar. La de buscar la hondura y el pensamiento de dos hermanos artistas. Proporcionar al lector un paisaje, un fondo y unas palabras para notar la importancia capital de la ciencia en aquel determinado momento de la Historia. Y, en fin, también la de recuperar una inocencia, una humanidad, en ese preciso instante en que todo el mundo la empezó a vender para sufragar los gastos de tantas guerras entre buenos y malos. Leer a Strand es redescubrir a Vonnegut. Su importancia capital en las letras norteamericanas. Sus textos originales, ocurrentes, satíricos, morales sin ser moralistas, que funcionan como el perfecto resumen de esa desesperada carrera por impedir que la naturaleza humana sea cada vez menos humana.


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