Azucre, de Bibiana Candía (Pepitas) | por Juan Jiménez García
Escapar de una muerte por hambre para encontrar una muerte por la muerte, una muerte sin que nadie te toque. Así, solo, como si el mundo acabara por abandonarte del todo. El cuerpo ahí, el fantasma que escapa de ese cuerpo, también ahí, caído. Última y definitiva derrota. Peor no se muere uno de nada, tocado o no. También puede morir por cosas que ni tan siquiera conoce, que ni tan siquiera intuye, por las corrientes de la Historia, que a falta de esclavos buscan gallegos. Por los sin escrúpulos de todos los tiempos, de todas las épocas. La aventura cubana de un puñado de pobres es el relato de Azucre. Irse, irse lejos para sobrevivir, cruzar el río de la muerte, el fin del mundo romano, para ir al azúcar, se convierte en manos de Bibiana Candía en un viaje en el que parecen despedirse de todo a la vez que se encuentran por primera vez con ello. Salidos de apartados pueblos, Galicia es tan desconocida como Cuba. Rico se puede ser de muchas maneras, pobre de bastantes pocas. Eso les iguala, más allá de las taras físicas, que suelen ser aquello que les define como personas únicas: la cara mordida por un cerdo, la tisis,…
En el libro, la aventura cubana ocupa lo que tiene que ocupar. Es la tragedia, pero qué necesidad hay de decantarse hacia ella si todo en sus vidas es trágico. Es trágico tener que irse para poder vivir (ellos y sus familias). ¿Es eso menos terrible que los latigazos? La esperanza ocupa tanto espacio como todo lo demás, porque al fin y al cabo es lo que alimenta sus vidas, lo que les hace permanecer incluso con obstinación. Uno no sobrevive por sí mismo, sino también por los demás. Vivir (una palabra que queda tan grande) es una aventura colectiva. Se necesita la pobre energía de todos para subsistir. Y en esa vida de mínimos, ¿cómo imaginar la inexistencia de límites de la crueldad humana? ¿Cómo pensar que alguien te puede ver como ese esclavo necesario? Necesario para construir esas fortunas indecentes. Esta es una historia real.
Urbano Feijóo de Sotomayor, un gallego que había hecho fortuna en Cuba, organiza una expedición con más de mil setecientos hombres traídos de una Galicia sumergida en la pobreza y las enfermedades. La promesa de un dinero que ayudará a los que quedan, les lleva hasta allí, recibidos con celebraciones. Y allí se encuentran convertidos en esclavos, cuando no muertos, con unas pagas miserables y un trabajo de veinte horas al día cortando caña. Día tras día. El escándalo es mayúsculo, sin que se le pida mayor responsabilidad a Feijóo de Sotomayor. Ni tan siquiera es sorprendente, porque ya no nos sorprendemos de nada o de bien poco. Eso han conseguido años de noticias lúgubres, de telediarios mortecinos, de catástrofes diarias, de muertos por todos lados y pocas razones para el optimismo. Han conseguido que nos sintamos afortunados entre las desgracias de los demás. Y la aventura de Azucre, con la historia contada con la misma humildad de sus protagonistas y el mismo hambre de conocer, es otro brochazo negro en la negrura de la Historia. Cuando hace unos días veíamos haitianos perseguidos a caballo por policías o vaqueros, ¿podemos pensar que son historias del pasado? Aún no hemos llegado al corazón de las tinieblas, en este largo viaje de siglos.
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