La luna en fuego, de Gilbert Sorrentino (Cielo eléctrico) Traducción de Javier Calvo | por Óscar Brox

Gilbert Sorrentino | La luna en fuego

Bueno, por algún sitio había que empezar. Definitivamente, me vuelve loco la forma mediante la que Sorrentino arma, desarma y rearma sus textos. Cómo se infiltra en el relato, hasta qué punto lo sabotea, parodiándolo salvajemente, y de qué manera sus ramalazos humorísticos proyectan una lectura en profundidad de la naturaleza humana. En los veinte relatos recogidos en la colección, el autor de Aberración estelar elige no pocos disfraces textuales para poner de relieve las mezquindades, la fragilidad y la hoguera de vanidades de esa cultura -no sé si decir estadounidense- sospechosamente penosa. De hecho, en un buen número de ocasiones sus personajes son escritores, más o menos frustrados, que recogen sobre el papel sus patologías (casi todas sexuales) y fantasmas. El territorio perfecto para que Sorrentino haga y deshaga a placer cada uno de los engranajes del relato, entorpeciendo y enloqueciendo situaciones, anotando incómodas reflexiones -la principal de ellas, la destrucción del sujeto norteamericano por antonomasia- y reduciendo al absurdo el mapa emocional y una vida interior que solo consiste en ciclos infinitos de sexo, culpa, violencia y soledad.

En La luna en fuga (el relato, no la colección), Sorrentino trama lo más parecido a una historia de primer amor y otros pesares. Un romance, digamos, adolescente. Hasta aquí, en fin, uno de los temas preferidos de cierta literatura norteamericana. Sin embargo, ya desde el principio, su narrador parece empeñado en torpedear el ritmo del texto, la forma en la que se presenta la historia. Basta un puntapié para saltar unos cuantos años adelante y ver de qué pasta están realmente hechos sus protagonistas. Qué ha sido de esa inocencia, adónde fue a parar la prudencia ante el primer encuentro sexual. El estilo, pues, juega con lo íntimo y lo chabacano, prácticamente, al mismo tiempo. Dos líneas aplastadas en un mismo párrafo, eso sí, con la habilidad de su autor para caricaturizar situaciones, personajes y, fundamentalmente, toda esa gravedad moral a la que apunta con el dedo. De hecho, uno acaba el relato pensando que, más que la historia de un desengaño amoroso (que no lo es, por otra parte), se trata del relato de un resentimiento con los fundamentos morales que nos inculcan desde pequeños. El bien, el mal, las tentaciones, lo razonablemente bueno. La asquerosa pragmática.

Hablando de asquerosos, la mayoría de sus personajes lo son. También, incómodos. Un ejemplo: el retrato despiadado de una cierta generación beat que plantea en Perdido. Un texto que arranca como una historia más o menos convencional, con trío amoroso incluido, evoluciona como una pieza sobre las bajezas de la creación literaria y culmina con un hostión: el trío se desintegra entre un cúmulo de miserias y resentimientos, de sexo penoso y vanas aspiraciones literarias (no hay cosa que agrade más a Sorrentino que meter el dedo en la llaga de la mala escritura), mientras la narración se va deshilachando hasta convertirse en un monólogo confesional sin salida de emergencia. Otro ejemplo: la incómoda amistad, salpicada de deseo sexual reprimido, entre Campbell y Nick en Psicopatología de la vida cotidiana (este, por cierto, podría haber sido un título estupendo para la colección de relatos). O cómo su autor eleva un chascarrillo freudiano a un estudio sobre las interacciones humanas y las formas del deseo en una sociedad eminentemente pacata e hipercapitalista sin por ello renunciar a lo grotesco, lo chabacano y algo verdaderamente maravilloso: el talento de Sorrentino para trasladar el brillo y el erotismo de las situaciones que describe al lenguaje. Para, más que hacerle el amor a sus narraciones, follárselas.

Cualquiera de los relatos compilados en La luna en fuga exhibe la capacidad de su autor para cambiar la trayectoria de lo que está narrando, casi, en un mismo párrafo; jugando, no tanto con las expectativas, como con el margen que concede a sus personajes (a veces, simplemente voces) para contar sus historias de vergüenza y humanidad. Son tantos los recursos estilísticos, la energía y la velocidad con la que los combina, que resulta un auténtico goce leer esta comedia americana urdida por Gilbert Sorrentino. Sus retratos de vidas pequeñas, los infinitos pasos en falso que dan sus criaturas cada vez que pretenden hacerse pasar por cosmopolitas, la mala baba con la que frustra sus ambiciones creativas y, por qué no, la elocuencia con la toma esas frustraciones y, como si se tratase del chiste más cruel, construye con ellas un relato. Si tú no puedes contar tus miserias, déjame a mí disfrazarme y narrarlas a los lectores. Un sutil ejercicio de ventriloquía. Una forma demoledora las fantasías y la arrogancia natural de una sociedad demasiado confiada en su horizonte de posibilidades. Desquiciada. Mediocre. Pero, pese a ello, también humana. Aunque no era feliz, tampoco era mucho más infeliz que mucha gente. Eso lo dice del fantasma de Bud Powell, pero bien podría ser la definición de esa galería de personajes, amargos e histriónicos, siempre culebreando en sus páginas, que describen una América moral armada, desarmada y remontada una y otra vez en sus relatos.


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