El fondo de la botella, de Georges Simenon (Anagrama, Acantilado) Traducción de Caridad Martínez | por Juan Jiménez García

Georges Simenon | El fondo de la botella

El misterio Simenon. La travesía del desierto, el vagar de editoral en editorial siempre a la búsqueda del sitio que le corresponde, ineludiblemente: el de uno de los mayores escritores de ese siglo veinte que dejamos detrás. Acantilado, la última editorial en apostar con él, une ahora fuerzas con Anagrama, y eso nos devuelve de nuevo al escritor con tres de sus obras, dos de ellas de lo que podríamos llamar «su etapa americana» y un Maigret. El fondo de la botella es de 1949, y Simenon andaba con problemas. Problemas por un lado y pocas ganas de verse envuelto en otros, como ciertas acusaciones postreras de colaboracionismo que le complicaban la vida en Francia. Quién necesitaba Francia… Estados Unidos le sirve de refugio. Allí ha escrito Tres habitaciones en Manhattan (uno de los libros ahora publicados) y allí escribe, durante estos años, novelas tan importantes dentro de su obra como La nieve estaba sucia o Los fantasmas de sombrerero (adaptada posteriormente por Claude Chabrol con un extraordinario Michel Serrault). El caso es que el escritor belga se marcha unos meses a Tumacacori para escribir la traumática relación de dos hermanos, P.M., que ha conseguido trabajosamente hacerse un hueco en la alta sociedad de esta zona fronteriza con México, y Donald, un fugitivo escapado de la prisión en la que se encontraba encerrado por la muerte de un policía.

P.M. es abogado. Se ha casado con Cady, una viuda adinerada, y su vida discurre, como la de tantos en la zona, entre sus negocios fronterizos y las fiestas de rancho en rancho. No tienen mucho más que hacer, y cuando el río que marca la frontera entre los dos países crece, entran en un estado de aislamiento y ensimismamiento, que les lleva a pasar los días mirando la subida y esperando que todo vuelva, en algún momento, a la normalidad de los días. Mientras tanto siguen bebiendo y dándole vueltas a sus pequeñas miserias. Todo esto se ve alterado por la llegada del hermano menor, que, huido, solo pretende pasar al otro lado de la frontera para encontrarse con su mujer e hijos. Pero llega unas horas tarde. Una sucesión de tormentas convierten al río en una muralla infranqueable y él debe quedarse ahí, esperando, haciéndose pasar por un amigo y desestabilizando el precario ecosistema creado. Una situación que Simenon convertirá en una hoya a presión de la que desconocemos cuando alcanzará su punto de ebullición, cuando llegará a su desbordamiento.

Entre la cobardía y el deseo de responder a una especie de vínculo de P.M., entre su miedo a perder esos derechos sobre la vida en aquel lugar adquiridos, entre un cierto temor por una reacción violenta de Donald, entre el río, que no dejan de contemplar una y otra vez, el fin del mundo se acerca. Porque nada puede ser igual y eso es algo que sabemos, mientras la tormenta física avanza y el agua se empeña en mantener unidos esos dos mundos nunca reconciliados. Todo está lejos, todo es lejano. También su infancia o su último encuentro. O la hermana, nexo de unión entre ellos. Allí están solos con sus fantasmas. Esos fantasmas que habitan en sus cabezas y esos fantasmas de esa sociedad de una América ahogada por el alcohol, el aburrimiento y provincianos juegos de sociedad. Georges Simenon conoce bien esto y Francia no está lejana. Esa misma Francia de provincias. En Estados Unidos encuenta un glamour de almanaque de hace muchos años, en su país, años de encierro en pueblos, años tras las cortinas. Las fiestas, el bar. Esos viejos (independientemente de la edad) ricos y aquellos eternos jugadores de cartas. El escritor sabe que son iguales porque lo que les atraviesa es unos mismos instintos de supervivencia o una misma manera de estar. Una misma manera de pasar los días, cada uno con sus ríos y sus crecidas, cada uno con sus soledades y sus temores.


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