El coro de medianoche, de Gene Kerrigan (Sajalín) Traducción de Ana Crespo | por Óscar Brox
Ambiente. Esa es una de las claves de la novela policial, cada vez que sus autores escudriñan el microcosmos moral de unos lugares forjados entre la tradición y la ley. Le sucede a Richard Price cuando escribe sobre la corrupción policial y a Dennis Lehane cuando se sumerge en la idiosincrasia bostoniana. Pero también le sucedía, en un tiempo algo más conflictivo, al Horace McCoy de Ciudad de corrupción, cuando se preguntaba qué lugar quedaba para los ideales de justicia con los que su generación había sido educada. A Gene Kerrigan lo conocíamos por dos novelas estupendas, La furia y Delincuentes de medio pelo, que aunaban el nervio narrativo del género con la precisión del oficio de periodista de su autor. Con el gusto por el detalle y la información, que ponen al lector en el epicentro de la delincuencia irlandesa, pero también sobre la pista de las triquiñuelas legales con las que la Garda lleva a cabo su trabajo.
El coro de medianoche ahonda, a partir de su estructura coral, en muchas de esas situaciones, siendo la principal de ellas la radiografía del trabajo policial. De su ambiente. De la manera en la que se manifiesta en sus procedimientos el factor humano. Del clima mezquino y ventajista que se larva en la rivalidad entre comisarias. Del precario sentido de justicia, que es quizá lo primero que se sacrifica cuando se ingresa en el cuerpo. Del valor ambiguo de la verdad, que a veces es solo una excusa para facilitar la detención de un posible sospechoso. La cosa es que Kerrigan nos conduce por los entresijos de la policía irlandesa con la energía que ya conocíamos, entre diálogos cortantes, pensamientos en voz alta que interrumpen los párrafos y la meticulosidad periodística con la que captura hasta el último matiz. Toda esa fuerza ambiental que recubre a la policía; que aún hoy, pese a todo, la inviste de una autoridad frente a la sociedad. De un sentido de justicia que Kerrigan tratará de desmenuzar en las páginas de la novela.
Harry Synnot es un policía veterano marcado por un crimen cuya investigación fue demasiado problemática y una actitud que le dejó retratado frente al resto de compañeros. Es, de entre todos los personajes de la obra, el más veterano y el que menos espacio tiene para cargar con más culpa moral. A diferencia de la policía de Galway que investiga un caso de asesinato y un intento de suicidio o de Rose Cheney, la compañera de Synnot, empeñada en cerrar a toda costa un caso clarísimo de violación. En un punto de la novela, Kerrigan elige poner el foco sobre los policías y difuminar los temas de la investigación; pasar de lo escabroso a la manera de resolverlo. Tal vez porque el autor no elude la responsabilidad ni la ascendencia moral, las heridas que arrastra cada uno (es significativo, a este respecto, cómo retrata la realidad familiar de sus personajes) y la necesidad de dar un final a un trabajo que cada vez resulta más arduo. Seguramente, porque cada vez consume una porción mayor de ellos mismos. De su mundo. De su vida.
Kerrigan hace de Dixie el personaje trágico de la novela, el que conduce parte de la trama y condensa ese aire de amargura que flota en el libro. La chica consumida por la adicción, incapaz de retomar una vida familiar destruida por el destino (siempre el destino), cuyo papel de chivata para Synnot, más que la verdad, desata una ola demoledora de consecuencias. Antes, a propósito de las novelas de McCoy, hablábamos de su capacidad para hacer del sentimiento de justicia su principal víctima. Y, en cierto modo, sucede algo parecido en Kerrigan. Su habilidad estriba en colocarnos junto a Synnot en sus pesquisas policiales; observar cómo trabaja, cómo hace lo que sea, aunque implique el atajo más práctico pero menos moral, para resolver un caso que se le resiste. Y cómo, sin embargo, nunca deja de ser un buen policía. El problema es que su ambiente lo ha devorado; la necesaria rectitud moral, la degradación de unas estructuras que no pueden soportar la responsabilidad que emana de servir a la justicia, etc. En fin, todo aquello que va haciendo mella en Synnot hasta que pierde el control. Hasta que, en un movimiento maravilloso por parte de Kerrigan, pasa de ser el protagonista de este thriller a otro espectador más de una violencia contra la que no puede hacer nada. Que le revela no solo su fracaso, sino la mentira sobre la que ha construido su carrera policial.
Es posible que tanto Joe Mills como Rose Cheney, los policías jóvenes que hacen de contrapeso para Synnot, acaben en esa misma encrucijada. Kerrigan, al fin y al cabo, escribe sobre esa capa de mierda que Irlanda no puede ocultar pese a su prosperidad. Por muchos años de pacífica convivencia que pasen o inyecciones económicas que saquen brillo a sus arcas públicas. La devastadora conclusión es que nos actuamos desde un sentimiento cada vez más precario de justicia, de verdad y moral. Y esa es, fundamentalmente, la principal víctima de la historia. El resto, como los cielos eternamente encapotados, es una cuestión de ambiente. La tela de araña en la que sus personajes se hallan atrapados.