¿A qué se debe la emoción que sentimos cuando, y ni siquiera como testigos directos, asistimos a la revelación de un tesoro oculto: unos pedazos de galeón, una tumba faraónica, el esbozo de unas ninfas enrollado al fondo de un trastero? Nada de lo que se descubre es realmente insólito; rara vez uno de estos hallazgos contiene una cara nueva sobre el pasado. Y, sin embargo, algo nos ilusiona como a niños, de la misma forma en que nos volvemos a arrebolar delante de unas ruinas etruscas o el retrato de una mujer nada más pisar un país o un museo nuevo, aunque después de varios días se nos confundan los lienzos y las columnas. Bostezamos. Volvemos a necesitar algo novedoso.
Cuando Erika Eichenseer descubre unas cajas archivadas con 500 cuentos del folklorista Franz Xaver von Schönwerth, en primer lugar su alegría es filológica. Un éxito de este tipo constituye un hito para cualquier carrera investigadora, pero además abre estudios sobre la narrativa alemana y el dialecto bávaro que se creían cerrados. En último lugar, se impone la tarea editora: ¿cómo transmitir el valor del descubrimiento al gran público? Es fácil prever los beneficios de una muestra en torno a un objeto que todo el mundo desea contemplar de cerca, pero se nos ha complicado la tarea de despertar ese mismo interés hacia un relato.
De entrada, un volumen de 500 cuentos desanimaría hasta al mayor entusiasta de los cuentos de hadas; y con toda probabilidad contendría repeticiones tediosas. Eichenseer escoge entonces 73 piezas que divide en bloques temáticos típicos del género —amor, magia, animales, religión, y las desbroza para una lectura contemporánea, ojalá en alta voz. La editora se lamenta de que el ejercicio de contar de unos a otros, sin leer en libros o papel (o en hilos de redes sociales), está tan en desuso que no nos debe extrañar que las historias se pierdan… a menos que se guarden en una caja y nos vuelvan a asombrar como noticia.
Para quien quiera adentrarse más allá del alborozo de un titular, si desea decidir si estos nuevos cuentos son en verdad demasiado viejos, si son más aptos para niños o para lectores maduros, La princesa de las remolachas contiene suficiente escatología, extraños fetichismos e hilarante velocidad como para recordarnos más a Giambattista Basile que a los Grimm o Perrault. Estas versiones de las fábulas conocidas por todos —El sastrecillo valiente, Cenicienta, Pulgarcito— no tienen nada que ver con las versiones descafeinadas o políticamente correctas que hoy en día también intentan desvelar su propia novedad. Son rocas sin pulir, minerales de muchas aristas que inspiran otros cuentos nunca contados. ¿De qué discutían el diablo y la muerte? ¿Por qué había sido Kathe desterrada por una bruja en lo mas profundo del bosque? Recordatorios de que el cuento de hadas, como el relato romántico alemán del entorno de von Schönwerth, nunca se creó para hacernos sentir bien, sino llenos de miedo, frustración, vergüenza ajena y una esperanza que, cuando se logra, permanece con un cierre demasiado elástico en los labios: «vivieron felices aún mucho tiempo».
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