Un disfraz equivocado, de Fernando Pessoa (Nórdica). Ilustraciones de Adolfo Serra. Traducción de Martín López-Vega | por Juan Jiménez García

Fernando Pessoa | Un disfraz equivocado

Creemos conocer la poesía de Fernando Pessoa. Creemos conocerla como creemos conocer el Libro del desasosiego. Como algo aprendido (pegado a la piel), como algo que estuvo siempre ahí de un modo u otro. En nuestros bolsillos siempre llevamos algunos de sus versos, alguno de sus pensamientos, alguna idea general para ser usada en cualquier momento. Pessoa, después de todo, escribió sobre nosotros. Nosotros, los perdedores que nunca quisimos reconocer ninguna derrota. Los perdedores que saben que en esa derrota está nuestra victoria. Pessoa, ya lo sabemos, siempre tuvo unas palabras para aquellos que no son nada pero llevan en sí todas las cosas. Es suficiente.

En un bonito prólogo (un bonito prólogo para un libro precioso… no tengamos miedo de usar esta palabra), Martín López-Vega (también traductor, también selector) traza un retrato mínimo de Fernando Pessoa y de aquellos a los que dio una obra (porque vida no tenía ni él mismo). Y ese retrato mínimo tiene algo de máximo, y también algo de este libro, de Un disfraz equivocado, en el que todo es tan mínimo, tan frágil, que es invencible. Versos, palabras, ilustraciones (iba a escribir, más justamente, iluminaciones).

Todo gira alrededor de tres heterónimos y una persona. O cuatro heterónimos y ninguna persona. O cuatro poetas. Alberto Caeiro y su poesía luminosa, llena de la luz de los campos, del azul de los cielos y del agua, del olor a hierba fresca, otoñal o primaveral, sin inviernos ni veranos. El guardador de rebaños (aquello que le gustaría ser) nos ensancha los pulmones, alarga nuestra mirada, derriba los edificios que nos rodea, los borra, los convierte en otra cosas. Desaparecen nuestras ciudades y crecen árboles en nuestras cabezas con raíces que atraviesan nuestro cuerpo. Canto al ser, al sentir, a la presencia de todas las cosas y de nosotros mismos, a ver todo en todo.

Ricardo Reis era aquel mundo antiguo de Guillaume Apollinaire. Su poesía se hunde en la noche de los tiempos y solo responde a esos tiempos. Y el hombre se pierde en ellos. Caeiro es el día, Reis la noche. La luz frente a la oscuridad. Lo que está frente a lo que tan solo se presiente. El tiempo se espesa como es espeso su amor por Lidia. No pasan los días, pasan los siglos. Ricardo Reis quería ser todo como Alberto Caeiro quería reconocerse en todas las cosas. Entre ambos, quedaba Álvaro de Campos, que era un Pessoa mal disfrazado.

Álvaro de Campos creía en la ciudad como Alberto Caeiro creía en el campo. La vida era eso que discurría frente a él, frente a su ventana, como Estanco, y él la veía pasar, como pasan las estaciones, los trenes, las tormentas, los amores y, claro, otras cosas. Todo le hacía pensar y, a la vez, saber que ese es el principio de nuestro final. Esa incapacidad para no hacerlo. De Campos escribía el Libro del desasosiego en versos y era contable sin saberlo. Nada le es ajeno, pero la vida solo le roza, porque está hecho de esa materia con la que se hace la poesía, una parte de aire, una parte de palabras, una parte en negro, una parte blanco papel. Una parte sueño, una parte escritura, una parte baúl, una parte paseante solitario.

Como esa infinidad de líneas, de hilos enredados, que recorren las ilustraciones de Adolfo Serra, Fernando Pessoa seguía su obra y las de sus criaturas. También aquello que le rodeaba, que le envolvía y le hacía pensar en todo, como una dulce enfermedad, como un estado febril lleno de imágenes (que no debían ser muy distintas a estas que acompañan al libro). Sí, Martín López-Vega tiene razón: el escritor portugués no tenía vida, solo una obra. No fue nada más que un fingidor pero logro ser todas las cosas, ayudándose de aquellos poetas incorpóreos. Y uno sigue pensando que no vivió su vida porque vivió las nuestras. Y luego las escribió, para que nos pudiéramos encontrar allí. Mucho después. Siempre.


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