El arrancacorazones, de Boris Vian (Tusquets) Traducción de Jordi Martín Lloret | por Juan Jiménez García

Boris Vian | El arrancacorazones

Ay, enfrentarse a El arrancorazones de nuevo. A Boris Vian, de alguna manera. Aunque nunca hemos dejado de frecuentarnos, se quedó ahí, un poco en un rincón de la estantería. Nos hemos leído tanto. También querido. La pregunta era, ¿y ahora qué? Tengo cincuenta y tres años, empecé a leer a Boris Vian cuando tenía veintipocos. ¿Y ahora qué? Podemos pensar en que un clásico no tiene edad, pero también podemos preguntarnos si Boris Vian lo es. Fue tan importante que Jacquemort aún me persigue, dado que lo adopté como seudónimo en su momento y hasta nuestros días ha llegado. Pero ¿cuál era mi temor? Tal vez pensar en Vian como un escritor de su tiempo. Estrictamente de su tiempo. Un escritor que vivió sus años intensamente y que transmitió esa intensidad a sus libros, en fondo y forma. También un cierto humor. Ahí, en el humor, en la ironía, en la construcción de todo esto, es donde quizás estén todas las dudas. 

El arrancorazones no fue mi primer libro de Boris Vian. Ese fue, lo recuerdo perfectamente, El otoño en Pekín, en edición de aquella mítica colección de Libro Amigo, en la que estaba todo y hasta el porvenir. El otoño en Pekín, ni era en otoño ni discurría en Pekín. No sé cuándo llegó Jacquemort. Poco después. Aquel psicoanalista que parodiaba el psicoanálisis y aquella novela que parodiaba el existencialismo (no se llevaban nada bien Vian y Simone de Beauvoir). De mi cabeza en ningún momento se fue aquel momento en el que Jacquemort reemplaza a la Moira recogiendo la vergüenza del mundo. Pero es curioso lo que recordaba el libro… Cierto, fueron varias relecturas. No sé por qué estoy escribiendo sobre el libro y esto se está convirtiendo en un análisis comparado de mí mismo con mi yo de algún otro tiempo. Incluso me resulta ahora dudoso ver a Jacquemort como el protagonista, y no como el personaje que atraviesa todo. La historia de una madre obsesionada con el peligro para con sus tres hijos, la historia de un pueblo singular, paródico de todos los excesos. El psicoanalista, hombre vacío que espera llenarse a través de las confesiones de los demás, es el hombre perplejo con su época. Un tiempo del que se ha salido, del que no forma parte. No sabemos de dónde viene, pero sabremos, por nítida intuición, dónde acabará. Los personajes que pueblan El arrancorazones son fantasmas de una realidad fantasmal. Frecuentan todos los extremos: desde el proteccionismo, hasta la esclavitud, hasta ese cura boxeando con el demonio, encarnado en el cuerpo de su sacristán. 

Si en la mayor novela de amor nunca escrita (dice Raymond Queneau), La espuma de los días, el temor era un nenúfar que crecía en el interior del cuerpo de ella, aquí el temor es vivir, es todo, es respirar aquello que hay de malsano. La mejor manera de no sufrir es encerrar a los demás. La mejor manera de afrontar la conciencia es entregar nuestras vergüenzas a un tipo extraño que las devorará (o a un cura que nos absorberá… en todo caso, no asumir, sino delegar). No, El arrancacorazones sigue aún vigente. Tal vez, lo que peor se sostiene en este nuevo siglo, sean sus juegos humorísticos (me repito). Se sostienen mal porque estos temas se han vuelto serios, y el tiempo se ha vuelto serio, y nosotros también. Funcionan peor en la escritura, y nos sacan de algo más profundo que atraviesa la narración. En realidad, solo son juegos con el absurdo, pero el absurdo ahora es otra cosa, que tiene una mayor relación con las situaciones (es más kafkiano, por ser muy simples) que con el lenguaje (aunque Beckett siga vigente… y presente en otros). 


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