50 estados. 13 poetas contemporáneos, de Ezequiel Zaidenwerg (Fulgencio Pimentel y Kriller71) Traducción de Ezequiel Zaidenwerg | por Óscar Brox
Estados Unidos, ese gigante. La América de la Escuela Poética de Nueva York, de Black Mountain, los beat, el Poetics Program o los (más allá de los) posmodernísimos. En fin, todo lo que abarca medio Siglo XX y esa pizca del XXI. De un tiempo a esta parte tenemos acceso a la mayoría de aquellas voces, en un ejercicio que no sabría si calificar como descubrimiento (porque, ¿cómo llega uno a la poesía?). Cada vez que hablo con alguien de estas cosas, intento poner el mismo ejemplo: Patti Smith en presencia de Allen Ginsberg. Un micrófono. Sus manierismos sobre el escenario. Y un texto que primero, diría, comienza como spoken Word, avanza como una poesía, parece una performance y termina siendo una canción. Esa mezcla, casi collage, es lo que trato de apuntar para explicar lo que siento cuando leo a alguno de los colosos de la poesía americana. La creación de imágenes, el ritmo, la composición, la musicalidad o su ausencia (esa aspereza…), lo íntimo por encima de lo mayúsculo del mundo, y viceversa, lo visceral y lo cerebral.
Sin querer encajonar el libro en un solo departamento diría que 50 estados. 13 poetas contemporáneos responde a esa misma necesidad: explorar, alargar, poner unas cuantas palabras para dar cuenta de la riqueza, la tradición y el torrente de influencias que circulan por la poesía norteamericana. Y cómo, en cierta manera, esa tradición ha evolucionado desde una época más o menos feliz a otra digital, veloz, cercanísima y más personal todavía. Belicosa. En plena erupción. Hago un paréntesis: por su naturaleza, el libro de Ezequiel Zaidenwerg se puede (se debe) leer desde diferentes perspectivas. Lo justo sería decir que estamos ante una obra de traductor. Sobre la traducción. Un work of love alrededor de diferentes poetas y tradiciones que proponen mirada tras mirada sobre las cosas, las personas, los objetos, las emociones y las palabras. Que zarandean el verso, el texto y la estructura. Pero todavía sería más justo decir que es una obra de autor. De amor, en efecto, por todo un acervo cultural recombinado bajo los nombres de unos poetas anónimos que bailan al ritmo de John Ashbery o Robert Creeley, de Frank O’Hara o W.H. Auden. Con descaro, sabiendo cómo actualizarlos, proponiendo una lectura viva, radical y ultimísima de esas generaciones que los han precedido.
Libro de autor, libro de lector. Cada poeta es una declaración de intenciones, un espacio, una voz y un lugar que cartografía un pedazo de la poesía estadounidense. Y Zaidenwerg permanece pegado a todo ello, incluyendo entrevistas breves con cada uno de los poetas con las que marca el ritmo, busca similitudes y encuentra diferencias. Riqueza. Diversidad. Lo dicho, algo que palpita. ¿Importa si existen o no Chris Talbot, John Ochoa o Sarah Diano? Bueno, ahí estaría esa otra vertiente del libro: la de ensayo sobre unos personajes invisibles que, a la postre, revelan con su carácter de ficción la tremenda capacidad de su autor para la construcción de todo este universo poético. Pero eso, pienso, sería un poco injusto con Ezequiel Zaidenwerg. Si hay algo hermoso en ese juego, en las entrevistas y los parentescos que se establecen es que con él se forja algo parecido a una generación, un espíritu o una o muchas direcciones. Lo repito: algo palpita detrás de todo esto. Reflexiona sobre la comunicación, el lenguaje y la forma en la que la poesía se ha canalizado, esa es la palabra, en esta época. Habla del trabajo en solitario y el comunal. Expone los puntos, las afinidades y las repeticiones, pero sobre todo esa maravillosa riqueza que inunda los textos. La filigrana, la canción, el tono de jazz, la protesta, la glaciación emocional solidificada en un poema, un epigrama o un texto de corrido que transgrede alegremente las leyes del verso. Tantas cosas…
De entre todos los textos debo reconocer mi debilidad por los epigramas de Sarah Diano, breves, con esa divertida combinación de solemnidad en el ritmo y sarcasmo en el tono, y ese bellísimo Matrimonio (que me recuerda, no sé muy bien cómo explicarlo, a El mundo, de Creeley); me gusta la forma en la que Caitlin Mahklouf convierte la poesía en un texto no muy alejado de aquella poética del Myspace; las rimas de Ariella Jenkins (Mi villanela es obra de la suerte); o las cartas de Michael Hoffner. Esa sensación de cambio a medida que surgen los poetas nacidos en los 80 y 90, el trabajo con la forma y la falta de interés por publicar o comunicar a través de los medios tradicionales.
50 estados. 13 poetas contemporáneos es una carta de amor y una novela de poetas, una reflexión sobre la herencia, la traducción, las palabras y las cosas y, también, un autorretrato poético de Ezequiel Zaidenwerg. Uno de esos raros artificios literarios que, aunando sensibilidad y riesgo, nos permiten mapear y descubrir lo que queda de tantas voces, el pasado y el presente de la poesía. Explicarla, expresarla y expandirla. Convertirla en ese collage o mixtura de formas que, de una u otra manera, nos permiten dar cuenta de eso que se siente cuando lees a los poetas norteamericanos. Creeley lo expresó mucho mejor. Así: y entonces la luz / del sol llegó / desde otra amanecer / del mundo. Esta recopilación fantasmal, personal e íntima bien podría ser un informe de todo ello; como traer la luz y arrojarla directamente sobre los poemas.