Caer, de Éric Chevillard (Sexto piso) Traducción de Lluís Maria Todó | por Óscar Brox
Días tranquilos en el infierno. En una isla perdida que vive de mirar al cielo, hacia el horizonte, en busca de una señal. O de un profeta desaparecido que les saque de ese limbo, de la brutal monotonía que marca los ritmos en Caer. Día tras día, línea tras línea, atrapados en una porción de tierra, obligados a retroceder hasta el estado más salvaje, a convertirse en bestias ciegas de ira ante un futuro que no llega. El de Éric Chevillard es un relato que se enrosca en el tedio de una situación sin salida, sin principio y casi sin fin, para reflejar en ella los quiebros del temperamento humano. Los anhelos y las expectativas, los mitos y artificios creados como sostén para nuestras endebles estructuras mentales, las pasiones y la violencia.
Caer es como una cinta de Möbius, en la que todo posee una sola cara y la realidad que atrapan las palabras del narrador aparece sin filtro. A bocajarro. Tal vez, con ese ligero matiz de ironía que desprende la situación desesperada de sus personajes; un grupo de personas obligadas por las circunstancias a construir una nueva civilización, con sus ritos y sus mitos, en el purgatorio al que han ido a parar accidentalmente. Una civilización que Chevillard fija en lo más bajo; en la violencia, el castigo y el temor. El miedo a que el profeta en quien depositaron sus esperanzas para huir de ese infierno nunca regrese. Que sea, como tantas otras promesas, una evasión para distraer el tedio mortal de cada día. Un cuento chino, recitado por el más anciano de los supervivientes, creado con el único fin de entretener. De engañar para ahorrar un poco de tiempo. O para disimular que, en verdad, el tiempo pasa. Y la gente se envilece, las ropas se agujerean y la moral, individual o colectiva, se relaja hasta aceptar la naturaleza animal que toda regla de urbanidad ha camuflado bajo una cantidad ingente de principios y buenas maneras.
En esta época de falsa concordia y de fronteras cada vez más físicas, Caer resulta una interesante alegoría sobre los entresijos de la condición humana. Alegoría, sí, y también ejemplo de aquel absurdo que Beckett e Ionesco trabajaban en su forma teatral. La espera infinita de un acontecimiento que nunca va a llegar, que dice tanto de nosotros y de nuestra condición sin necesidad de apelar a grandes explicaciones. A grandes objetivos. A grandes discursos. Solo a esa paulatina destrucción de las costumbres que conduce a cualquiera a mostrar su verdadera naturaleza. O que, en tiempos de frustración, produce la creación de un gigantesco engaño para eludir el peso que tanto oprime el pecho. Sobre el cual la cabeza no deja de dar vueltas. Una y otra vez, sin descanso, hasta rozar la locura. Como un relámpago de conciencia fatal mediante el cual descubrimos el sinsentido de aquellas cosas que, por habituales y cotidianas, nunca cuestionamos. Que aceptamos acríticamente, que reproducimos en cuentos, relatos, frases que corren de la boca a la oreja del vecino, y que poco a poco urden un sentimiento de comunidad. Un vínculo. Un hilo. Una raíz de la que pueda brotar algo parecido a un hogar.
Sin duda, Caer es una novela escrita con cierta malicia, un bofetón sobre las endebles estructuras de nuestra realidad. El ángel exterminador en una isla desierta. El relato de unos náufragos que otean el horizonte mientras se transforman en bestias, en niños, en criaturas que piensan con las manos porque han dejado de confiar en lo que les dice la voz de la conciencia. O lo que las palabras del anciano recitan cada vez que un conato de rebeldía, que un rebrote de brutalidad, reclama un poco de orden. Una pizca de monotonía. Otra mirada furtiva hacia ese cielo que contempla impasible cómo unos y otros se despellejan. Por nada. Para nada. Por la nada. Por esa nada que narrador y lector intuyen tras cada uno de los mastodónticos párrafos de Chevillard. Algo más que el horror vacui, un puntapié directo, en lo más bajo. En la confianza que tenemos en el mundo, en nosotros mismos, en la realidad a nuestro alrededor. En todas aquellas cosas que nunca pensamos que se destruirán tan fácilmente. Cuya ausencia, a falta de mejores palabras, solo nos inspira terror. Incertidumbre. Una eterna caída hacia un lugar sin fondo ni horizonte ni nombre.
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