El juego del amor, de Elizabeth Taylor (Ático de los libros) Traducción de Claudia Casanova | por Óscar Brox

Elizabeth Taylor | El juego del amor

La clase media/alta ha protagonizado no pocas de las grandes obras de las letras británicas, desde el teatro de Terence Rattigan hasta la novela según Elizabeth Taylor. No en vano, hay una poderosa reflexión moral sobre ese estrato social construido desde férreas rutinas, sólidos valores y fuertes amonestaciones. Un ambiente estancado, aburrido por naturaleza, que respira a través de esas tentaciones que nunca sabe hasta qué punto debe poner en práctica; decisiones que implican un vuelco sobre la realidad, una insólita renuncia a su posición social y el abrazo, casi instintivo, de unas emociones expresadas desde una mirada bisoña que apenas sabe cómo vivirlas. Precisamente Taylor, de quien Ático de los libros ha rescatado algunos de sus trabajos, dibuja en El juego del amor un magnífico drama sobre las relaciones humanas y sus esfuerzos para sobrevivir ante los envites del tiempo y del corazón.

El tiempo es, en sí mismo, un enemigo del amor; es quien dicta cuándo es demasiado pronto para algo y cuándo demasiado tarde, quien pesa cada sentimiento y lucha con los enamorados para convertir esa expresión en una sensación efímera, fugitiva e inalcanzable. Taylor nos sumerge en la historia de Harriet y Vesey desde su misma adolescencia, consciente de los saltos que llevará a cabo durante el relato hasta atisbar la plena madurez de sus personajes. A su manera, ese prólogo que parece instalado en un perpetuo verano supone el único episodio libre, vivo y palpitante, en el que los dos niños juegan a encontrarse y esconderse mientras las briznas de un pequeño y tierno amor brotan en su interior. Un amor y, casi, una dependencia, que nos recordará más adelante el tiempo que ha pasado sin que ninguno de los dos consiguiese sellarlo, definirlo y darle forma de relación. Durante esa adolescencia, los roces, las caricias furtivas y la necesidad de encontrarse con la menor excusa describen el cariño que une a Harriet y Vesey.

Taylor narra con destreza eso que, a menudo, exige demasiadas explicaciones: los años que pasan y la conciencia (el sentido común) que atesoramos. Cuando el verano termina, Harriet ya ha crecido y ha cambiado su escenario natural por una tienda en la que trabaja junto a otras mujeres. Esa época tan indeseable, donde la ingenuidad se confunde con la urgencia, precipita aún mayor ardor en el deseo por conquistar el amor de Vesey; un nombre que se repite de una página a la siguiente, aunque apenas aparezca junto a la línea de diálogo, que Taylor maneja con la eficacia de un conjuro. De un hechizo contra la mediocridad o la vida difícil que absorbe a Harriet en un nuevo microcosmos de carencias y obligaciones. Lo que antes era un coqueteo infantil, ahora es, prácticamente, un salvoconducto para escapar del asfixiante entorno que clasifica nuestro porvenir según la pertenencia a una clase.

Como en la vida, Harriet elige la comodidad antes que el riesgo, y sella su matrimonio junto a Charles en una escena brillantemente narrada por Taylor: reflejado en un cristal, su futuro marido aparece como una figura indefinible, tan opaco como obtuso. Dos cualidades que su autora explotará dramáticamente, hasta bordear el patetismo, cuando el clima de seguridad y confort estalle ante el regreso de Vesey. En un giro impropio de su clase, o quizá en un gesto que revela que nunca encajó en ella, Harriet no abandona la idea de reunirse con aquel hombre de su infancia, amor perdido que todavía habita en alguna parte secreta de su corazón. La decisión no puede ser más dramática, pues ninguno de los dos se mantiene como hace años; ambos han cambiado, la madurez les ha traído esa tristeza tan típica de quien no ha sabido resistir al tiempo y ha claudicado ante una de sus embestidas. Ahora el amor convive con la compasión, con la mirada entrañable hacia una criatura lastimera, alguien de otra época que se resiste a asumir su paso efímero por nuestros sentimientos.

De entre los numerosos personajes que aparecen en El juego del amor, sin duda Charles, el esposo de Harriet, representa el papel más doloroso: el marido dócil, de actitud indolente, cuya existencia mental es inversamente proporcional a la pausa que imprime en cada una de sus acciones. Charles, cuyo temor radica en la ausencia de su mujer, en la sensación de que todo a su alrededor se tambalee si cualquiera de las piezas fija de su vida desaparece. Qué patética resulta su figura, y con qué respeto la narra Taylor, convencida de que es un pobre enfermo embriagado de otra idea de amor: el amor de la clase alta, marcado por responsabilidades y amonestaciones; previsible, enemigo de la espontaneidad, que solo atiende al dictado de la rutina. Ese amor que embalsama, que canibaliza cualquier pequeña muestra de ternura, que vislumbra la decisión de su mujer de abandonarle con cautela, con el secreto deseo de que continúe a su alrededor, como esa bolsa de agua que le da calor durante las noches de frío.

Amigos enamorados, esa incómoda relación. No hay nada más doloroso que reencontrarse en el tiempo, conscientes de todos esos capítulos de sus respectivas biografías que solo han protagonizado en forma de recuerdos, de fantasmas cuya presencia tantas veces desearon. Y, sin embargo, qué hermoso resulta el retrato de esa relación que, pese a todo, no puede agotarse en la bruma del futuro. Como si, tantos años después, Harriet y Vesey no pudiesen abandonar el mundo sin haberlo consumido, juntos, frente a los numerosos desencuentros, hasta el último aliento. Como una promesa a salvo de la realidad que los envuelve. Ese amor inmarcesible al que Taylor entrega algunas de las páginas más bellas de la literatura inglesa.


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