Rostros, amores, maldiciones, de Mohamed Chukri (Cabaret Voltaire) Traducción de Housein Bouzalmate, Malika Embarek | por Juan Jiménez García

Mohamed Chukri | Rostros, amores, maldiciones

Rostros, amores y maldiciones es la última entrega de esa trilogía que recorre la vida de Mohamed Chukri desde sus primeros recuerdos hasta los últimos, escritos varios años antes de morirse, pero en los que hay algo así como la tentación de pensar que todo realmente está ya terminado y ahora es solo cuestión de esperar. Y en esa espera, recoger precisamente eso, algunos rostros, unos pocos amores, alguna maldición que pesó siempre sobre nosotros.

Para Chukri, tras Tiempo de errores, la historia parece haberse detenido. Ya no hay nada que contar, ya no hay ninguna sucesión de hechos, ninguna aventura. Solo quedan las migajas. Tánger ya no es Tánger, sus calles ya no son sus calles, sus habitantes ya no son sus habitantes. De este naufragio como ciudad (y del suyo, consecuentemente, como persona), solo quedan algunas cosas que llegaron dulcemente a la orilla, ya sean trozos de madera o mensajes embotellados del más allá. Colección de postales, álbum descolorido de fotografías, su libro nos llevará en un falso desorden a través de aquello que merece ser recordado y siempre, como algo inevitable, bajo la necesidad de la escritura, bajo la urgencia de escribir.

Estarán las mujeres. Esos amores del título, pero que son también esos rostros y esas maldiciones. Lo son todo y a la vez nada a lo que aferrarse. Chukri solo busca los amores pasajeros de las putas y algún deseo ocasional. Tan solo Véronique y sus diecinueve años, le acercarán a algo estable (dentro de la inestabilidad de su propia relación). Y tal vez Fati, cuya historia irá punteando el libro. La historia de los dos, pero también la historia de ella. Y de su madre adoptiva, Lalla Chafika, a la que algunas madres abandonaban a sus hijas, con vanas promesas de recogerlas a la vuelta. Fati, prostituta, no quiere acostarse con él. Quiere mantener una amistad que vaya más allá de lo físico, una complicidad que no se vea alterada por ese deseo común a esos otros hombres que vienen a buscarla y a los que ella se entrega. Fati será ese amor platónico que solo el futuro, las vueltas de la vida y la melancolía consumarán, cuando ya no importe. Magda, Magdalena, Um Eljer, otra prostituta envejecida, otra relación en la que el deseo no consumado dejará lugar a una consumación tardía y triste, completarán un extraño tríptico, algo desencantado, un retrato de escritor que solo quiere ser escritor, con mujeres al fondo. Lejanas.

Entre las mujeres, los hombres. Ellos sí, solo rostros. Presencias. Fantasmas del pasado que, como él, han quedado atrapados en un Tánger que tan solo existe en sus cabezas. Por ejemplo, Ricardo, que no logra abandonar la ciudad, siempre incapaz de coger ese barco que le alejará de ella. Como Chukri, pegados con el pegamento de la nostalgia. O Baba Daddy, exboxeador que montó un bar en Burdeos, Bar Tánger, y volvió a la ciudad, viejo, enorme, pesado, para regentar el Bar Burdeos. Como el escritor, son hombres que recorren el final del trayecto, agotados, como la ciudad. Como Hamadi, que apostaba a todo, a cualquier cosa, sin importarle ganar o perder. Eso es la vida. O Jalil, un pintor que no quería vender sus cuadros y que cuando le pregunta cuál es su destino en el arte, responde: la desaparición.

Y la desaparición será el signo de este libro. La desaparición del amor, de los hombres, de Tánger, del escritor. Así, en su visita a París querrá recorrer los cementerios de la ciudad. Irá atravesando tumbas, ramos de flores, destinos y nombres. Escritores casi siempre, como él. Los cambios del color de las hojas. También el color del papel cambia. En un último capítulo, Chukri trazará su vida a través de las estaciones, pero estas serán solo tres. No hay invierno. El final de todo será el otoño. Como una premonición, tuvo una muerte otoñal, a mediados de noviembre. Rostros, amores y maldiciones es pues esa obra llena de manos caídas, como el poema de Apollinaire. Una obra no en la que acecha la muerte, sino en la que va quedando atrás la vida y las cosas. Sin falsas esperanzas. Sin gritos. Sin lamentaciones. En silencio. Con palabras.


2 thoughts on “ Mohamed Chukri. Personas que encontramos, por Juan Jiménez García ”

  1. Cuanto le deben a Paul Bowles. Todo. Completamente. Bowles fue la presencia que les dijo que tenían talento y esa presencia les hizo seguir adelante.

  2. Por encima de todo le deben tener voz. Bowles les permitió ya no solo escribir, sino que sus textos tuvieran un valor y fuesen conocidos. Cierto que también se aprovechó de ello (Chukri afirma en Paul Bowles, el prisionero de Tánger, que este se quedó con sus derechos de autor en lengua inglesa), pero como bien dices, seguramente sin él igual no hubieran sido escritores o no hubieran logrado escapar a unos límites geográficos.

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