Yo nunca había leído ni un poema de Panero padre. (Ni tampoco ahora). Sinceramente, nunca vi el momento. ¿Por qué mis ojos se quedaban sin embargo fijos en aquella casa, en aquellos rostros ajenos? A veces, cuando pienso en El desencanto, solo recuerdo el viento. El viento que visita esa casa que ya vemos medio abandonada, con cristales rotos que dejan pasar las ráfagas cargadas de polvo, tierra, hojas y tiempo. El viento mece los fotogramas de este viejo álbum familiar, despega las caras de las fotografías con sonrisas de pose, las hace volar por la ventana que alguien olvidó cerrar.
Este texto, más que análisis fílmico o cosas por el estilo, es, más bien, el relato de las horas que he invertido pasando las páginas polvorientas de una historia que no era la mía, de una historia que no viví, pero que, de alguna manera, necesité que me contaran, una historia de fantasmas. Al fin y al cabo, El desencanto es una especie de búsqueda de la historia y de la memoria, el intento de una familia de recuperar y definir lo que es y lo que fue cada uno de ellos. Un intento por pintar el retrato familiar (como sutura, como posibilidad). Lo que nos dejan sus imágenes son diferentes voces (pinceladas o brochazos) que se superponen, se anulan y reafirman entre sí, hacen de un cuadro -que empieza siendo realista-, uno impresionista, que termina sentenciado con la dureza expresionista de la palabra que sabe del dolor. Así empieza esta historia hecha de fantasmas y memoria.
Número seis
Bande à part
Imágenes: Francisca Pageo