Un padre extranjero, de Eduardo Berti (Impedimenta) | por Óscar Brox
Pocas anécdotas hay tan divertidas como la de la traducción colectiva, sentados en las mesas de la confitería Rex de Buenos Aires, del Ferdydurke de Witold Gombrowicz. Línea a línea, su autor traducía oralmente del polaco en el que estaba originalmente escrita la obra al francés que había adoptado (a falta de perfeccionar su español) como segunda lengua. Y a partir de ese volcado, su grupo de amistades y conocidos empezaba a discutir palabra a palabra, mientras Gombrowicz se dejaba llevar por la fonética, los sonidos y el encanto de aquello que escuchaba, hasta el punto de cambiar lo escrito originalmente en polaco para encajarlo en el castellano que oía por boca de sus amigos.
A buen seguro, también Joseph Conrad debió sentir algo parecido cuando asumió el inglés como lengua para su literatura; una lengua, decía Javier Marías, extraña, densa y fantasmal en la escritura del autor de El corazón de las tinieblas. Una lengua que, como el tatuaje en la piel, refleja la huella imborrable de la extranjería. En la última novela de Eduardo Berti, ese sentimiento se deja notar en el retrato del padre emigrado tiempo atrás desde Rumanía a la Argentina. Una figura a la que Berti se acerca en sus últimos años, tal vez cuando la nostalgia del pasado hace más mella, a través de la novela inconclusa que escribe al final de su vida: El derumbe.
En Un padre extranjero conviven, al menos, tres novelas: la del padre de Berti, la suya y aquella que refleja los días de Joseph Conrad en su residencia de Pent Farm, Inglaterra. Todas coinciden en su carácter fabulador, a caballo entre la ficción y la realidad, mientras intentan dar cuenta de un sentimiento que siempre se les escurre entre los dedos: la extranjería, la identidad. Eso que Berti cifra en sus continuos cambios de residencia, de Argentina a Francia, de allí a España, y que de alguna manera ha de notarse también en su escritura, en esa especie de densidad que ganan las palabras a medida que se acumulan nuevas experiencias vitales. O en la escritura de ese padre que, al final de su vida, retoma los fragmentos olvidados de esa otra época en Europa, interrumpida por la emigración. Los cambios en la grafía del apellido, la lengua materna que se manifiesta en la dificultad a la hora de pronunciar algunas palabras, los fallos ortográficos…
En manos de Berti, Conrad parece el único personaje de ficción que puede permitirle acercarse a la figura, siempre borrosa, afortunadamente incompleta, del padre. Tan afortunadamente incompleta como para recurrir a las palabras inventadas, a la búsqueda casi fantasiosa de un origen, de una identidad rumana, enterrados entre años de caminar sin rumbo. De derumbe, el título elegido para la novela paterna, ese vocablo que combina la errancia de quien ha salido de su hogar con la paulatina desaparición de aquellas viejas raíces familiares. De ahí, pues, que el Conrad descrito por Berti, impedido por una gota que apenas le deja levantarse de la cama para escribir, viva acosado por el fantasma de un pasado que, como el Feraud de Los duelistas, ha tomado una simple anécdota como una ofensa personal. Recluido en Pent Farm, apoyado por su esposa, Jessie, en labores de mecanógrafa, asolado por los recuerdos de un tiempo que se dejan notar en su lengua.
Extraño, denso y fantasmal. Un padre extranjero es uno de los retratos más bellos de la figura paterna, precisamente, por el inevitable fracaso a la hora de capturar todos sus rasgos. Tal vez porque cuando a uno le preguntan por su padre, el mejor recuerdo que se puede tener es siempre incompleto, in progress, sujeto a mil y un cambios, saltando de una palabra a otra, abierto a esa nueva memoria que aporte un matiz diferente, que obligue a considerar todo lo expuesto con anterioridad. Como un autorretrato al que le falta la última pincelada, a la expectativa de que llegue esa palabra justa para cerrarlo. La ficción, o las ficciones, que urde Berti son, como esas veladas en la confitería Rex, aproximaciones a un pasado escurridizo, trufado de palabras en un idioma extranjero, de idas y venidas, de novelas y fabulaciones, con las que dibujar el rostro del padre. La cara que se merece. El gesto de amor que tiene en la forma indisoluble entre la realidad y la ficción su más bella ilustración.
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