Chicas felizmente casadas, de Edna O’Brien (Errata naturae) Traducción de Regina López Muñoz | por Almudena Muñoz
¿Saben de esas veces en que se ríen de la vida y tras un buen rato necesitan parar, por eso que quizá sea alegría o dolor, y entonces la vida propina dos bofetadas? Esa sucesión se aplica en las Chicas felizmente casadas de O’Brien, el último segmento de una trilogía que puede empezarse también en esta última señal del camino: empieza desternillante y, mientras el escapismo de otro tiempo le roba el traje a la conciencia sobre el presente, va forrando el escenario de desapacibles baldosas blancas. Retroceder a la juventud intermedia de las dos protagonistas de esta saga irlandesa sin épica (o dotada de la única superviviente épica de los estribos de la mesa del ginecólogo) puede servir de reflejo vital. Leer antes o después Las chicas de campo y La chica de ojos verdes será en ambos casos revisar los recuerdos dorados desde esta tumbona en apariencia cómoda, todavía chirriante.
Es Irlanda esa cuna de personas que pasean con pedazos del pasado en los bolsillos. Trozos de hígado mal envueltos, flores prensadas, fotografías de niños que crecen en el extranjero, monedas sueltas para viajes licenciosos que no contribuyen a ninguna esperanza. Aparece un gigantesco cartel publicitario de estación de metro, que reproduce la inevitable colina esmeralda, las nubes esponjosas como un relleno de pluma, el caballito percherón. Un perro ladra a la imagen, y una mujer lo observa: ¿es un Innisfree imposible o el hogar abandonado que el rubor de la madurez enseña a apreciar, demasiado lejano? La institución del matrimonio, en definitiva, es otra Irlanda para una generación malcriada por los sueños del cine y malgastada por las guerras.
No le faltan a O’Brien arrobas de esa actitud cínica que la conduce a burlarse de Rilke o Van Gogh. Tal vez haya algo criminal en reírse del sacrificio y la belleza, por eso la autora se encarga de abofetearse a sí misma a través de la ingenuidad galopante y el discurso lenguaraz de sus antiheroínas. El lector puede hacer eso tan corriente de identificarse con Kate o con Baba, o con ninguna de las dos, o con el frustrado proyecto de unas Caithleen y Bridget originales, que se pusieron nombres de ilustración de María Pascual y acabaron viviendo entre línea apretadas y bochornosas como en un Durero. Recuerda aquellos momentos de cuento que al principio se revelaron como pruebas decepcionantes: montar a caballo, beber cerveza, disponer un picnic sobre el césped, hacer el amor.
La horquilla que abarca desde los primeros años cincuenta del siglo XX hasta los albores de los setenta ha constituido a su ritmo un género prácticamente propio, que atrae a fanáticos como la literatura victoriana. El saco roto del sueño norteamericano permite que se cuelen relatos de distinta procedencia, y la amargura de raíz irlandesa no es para menos. Reflejados en el pequeño universo de moquetas cartografiadas con manchas de vino, flores silvestres en tarros de mermelada, manuales de aborto casero, cuencos cascarillados de sopa rancia, aceras grises y frías de un Londres, o un Dublín, o un Nueva York, que expenden el desencanto varonil de Sinclair Lewis o Richard Yates junto a la pátina autobiográfica de Susan Kaufman o Marilyn French. A medias amas de casa, a medias trabajadoras, madres de mala manera; en ningún caso con licencia para desarrollarse plenamente como mujeres.
A estas alturas, cosa que puede contradecir su portada, es lógico que el título sea otra de las ironías ácidas de O’Brien. Y la paradoja mayor es que, técnicamente, el título es cierto: ninguna mujer de la época de Kate y Baba va a conocer felicidad marital mayor que la venida de una Trinidad centenaria o una billetera bien provista. Lo mismo que la Irlanda verde, verdísima, de los romances gaiteros y los tours por llanos de vacas lanudas y torreones en ruinas. El póster idílico de la realidad basada en obreros pueblerinos y en ciudades industriales que sólo saben avanzar a puñetazos y patadas; como los maridos, o los amigos, o los trabajos, que tampoco se conocen a sí mismos y van y vienen contoneándose como un guateque dirigido por Jerry Lewis y protagonizado por Don Draper. Esa excursión que salió fatal, pero en la que nos reímos tanto.