La entrega, de Dennis Lehane (Salamandra) Traducción de Magdalena Palmer Molera | por Óscar Brox
Si no fuera por George V. Higgins, Dennis Lehane sería el hombre fuerte de la novela criminal ambientada en Boston. Un Lehane en buena forma, lo que equivale a decir casi siempre, borra de un plumazo las toneladas de mala literatura negra que nos han acostumbrado a tragar durante los últimos años. Y un Lehane en buena forma, como el de La entrega, es aquel que te pasea por un barrio deprimido, East Buckingham, y te enseña lo que fue y lo que es, las heridas visibles y las heridas internas, las medias promesas y las medias verdades, la falta de escapatorias y el paisaje congelado permanentemente por el frío y las nevadas. Ese que te invita a esconderte en la cazadora de piel curtida, agotar los billetes arrugados del bolsillo en un par de tragos y cagarte en la mala política de fichajes de los Celtics. Nadie como Lehane describe tan bien ese ambiente, su deseo intenso de llamar hogar a un lugar en el que la piedad no abunda, pero sí el sentimiento de culpa.
La entrega, la segunda novela que publica Salamandra en su sello negro, cuenta la historia de Bob Saginowski. Bob sirve copas en el bar de su primo Marv, ahora controlado por una mafia chechena que lo utiliza como punto de entrega de las recaudaciones. A Bob le sobran escrúpulos y le falta capacidad para olvidar, por eso no ha conseguido cambiar una vida que no lleva a ningún punto por una bonita posibilidad de redimir sus pecados del pasado. En su lugar, ahoga su culpa acudiendo a la iglesia, el único rito familiar que pervive tras el naufragio. Frente a Bob, Marv es lo que podríamos llamar un individuo pragmático: sabe que camina desde hace tiempo por la cuerda floja, pero aún confía en la suerte de un último golpe que le mandará de un puntapié más allá de Boston. Ambos, a su manera, no son malas personas; simplemente están estrangulados por un destino que les ofrece muy pocas opciones.
En la obra de Lehane juega un papel especial ese poderoso sentimiento de pérdida que atenaza a sus personajes. Le sucede a Bob cuando conoce a Nadia y ambos perciben sus respectivas heridas, esa dificultad para comunicar su soledad y alumbrar, ni que sea una pizca, un futuro juntos; le sucede a Marv cuando recuerda al chico de coro que fue, lo jodido que le resultó aguantar que otros niños gozaran de unos privilegios sociales desconocidos para él; y le sucede al inspector Torres cuando piensa que su carrera policial, como su matrimonio, ha alcanzado un punto muerto que es incapaz de desbloquear. Hay demasiadas cuentas pendientes.
Cielos grises, edificios que parecen sudar toda la cantidad de nieve que acumulan sobre sus fachadas, suelos cubiertos de una capa gruesa de hielo; Boston no necesita metáforas para advertir que es una ciudad donde vivir no es tan fácil. Bob, Marv o Nadia buscan un lugar en el mundo, un hogar propio, a resguardo de los demás. Pero, como sucede con el perro moribundo que encuentra Bob en un cubo de la basura, la vida les ha dado tantos golpes que cuesta caminar por un renglón de la realidad que no esté torcido; es más fácil coger la 9 mm. que está bajo la barra del bar y acabar con todo. Para crear un mundo se necesita mucho tiempo, para destruirlo apenas unos segundos. Eso es en lo que piensa Bob cada vez que hunde su cabeza entre los bancos de la iglesia.
De alguna manera, La entrega es una suerte de historia de amor esquinada, un chico conoce a chica cortocircuitado por la culpa moral que arrastra el primero y que le impide salir de la zona de seguridad que su silencio le ha garantizado. Lehane dosifica la violencia, pocas veces tan melancólica como en esta novela, como si su propia escritura se resistiese a abrazarla como último refugio. En el fondo, está narrando la crónica de unos perdedores que intentan olvidar sus pecados para volver a ser personas. Él sabe, y nosotros también, que cuesta mucho ver la realidad desde el otro lado de la barra, sin el aliento de un capo checheno que te exige que recuperes el dinero robado en un atraco; sabe que cuesta recuperar la confianza cuando no has sido capaz de enterrar los huesos de tu pasado; sabe que nunca existe el último palo pero sí, en cambio, el último beso; sabe que una vez penetras en ese rincón oscuro no hay nada, ni nadie, que pueda sacarte de él.
Si no fuera por George V. Higgins, ahora mismo no sabríamos cómo habla el lumpen de Boston, qué cerveza toman y cuánto dinero apuestan en las series nacionales. Higgins hizo tanto por el relato criminal como David Simon y Ed Burns por los suburbios de Baltimore y su microcosmos delictivo. Nadie mejor que Dennis Lehane ha sabido tomar el testigo de ese realismo criminal para narrar, con prosa encendida y sensibilidad moral, el retrato de unos personajes que nunca dejan de tener deudas pendientes. La entrega es una de esas historias, fría y oscura como la noche de Boston, en las que el milagro que invita a creer que la vida continúa no esconde el carísimo peaje que tenemos que pagar para que así sea. Porque, colega, cuando la mano te tiembla antes de apretar el gatillo de la pistola, en lo único que puedes pensar es en si esta será la última vez que dispares a alguien.
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