Ritual, de David Pinner (Alpha Decay) | por Óscar Brox
Por sus antecedentes históricos, el paganismo carga sobre sus espaldas con una marcada impronta de fenómeno rural propio de campesinos cuyas creencias desconocían la existencia de un Dios único. Las luchas intestinas de religiones, así como las sucesivas revoluciones sociales, consiguieron sepultar muchas de esas prácticas. Sin embargo, el espíritu del romanticismo decimonónico rehabilitó el panteón de deidades olvidadas, presentes en la naturaleza salvaje, a través de sus arrebatos líricos. En el fondo, se trataba de recuperar aquellos territorios, aquellas maneras de entender la vida, que el impulso industrial desencantaba a marchas forzadas. De ahí esa estética del bosque cerrado y los lagos, de la playa rocosa y los acantilados, representantes de una fuerza natural que resistía a su desaparición. Junto a su aspecto bucólico, el culto moderno ha hecho de lo moral su auténtico caballo de Troya, en perpetua batalla contra la integridad de unas buenas costumbres que se esfuerzan en denigrar cualquier otra manifestación humana. Ritual, de David Pinner, rescatada oportunamente por Alpha Decay, narra como si se tratase de un informe desde el ojo del huracán esa pugna con la moral. La historia de un hombre débil en el país de las tentaciones, su lucha entre la luz y las tinieblas y el miedo a revelar aquello en lo que tememos convertirnos.
Bajo su aspecto de trama con ramalazos de relato policial, Ritual describe una demoledora crítica contra los vestigios del puritanismo en la sociedad británica. Un policía de Scotland Yard, David Hanlin, llega a un pueblo costero de Cornualles con la intención de investigar la misteriosa muerte de una niña. Sin embargo, nada más aterrizar choca con la extraña idiosincrasia de una comunidad alejada de la mano de hierro con la que se gestiona la ciudad y el (agresivo) recato con el que se desenvuelve el policía. En Thorn, en cambio, la realidad parece sumida en una continua seducción sexual y en esa libertad de voluntad que preconizara cierto paganismo a principios del Siglo XX. Allí la razón no tiene más interés que como un pasatiempo dialéctico que hay que desmontar pieza a pieza hasta que el enemigo sucumba ante sus deseos ocultos. Y es a eso mismo, entre el sarcasmo más feroz y el espíritu más compasivo, a lo que se dedica Pinner con su protagonista. Porque a medida que Hanlin penetra en las costumbres del pueblo, la propia historia lo envuelve con una densa niebla de la que no puede escapar.
La principal virtud de Pinner reside, fundamentalmente, en su habilidad para cortocircuitar los pensamientos de su personaje. Admirador de Oliver Cromwell -una de las figuras políticas más controvertidas del Siglo XVII y, también, un fanático religioso-, Hanlin se debate una y otra vez entre seguir su instinto o flagelarse apelando a su mediocridad de funcionario. Mientras la historia avanza, el policía pervierte a conciencia sus principios hasta convertirse en la bestia más peligrosa del lugar. Humillado por la aplastante coherencia de Thorn, David solo hace que tensar la cuerda de su paciencia mientras continúa pensando en cerrar el caso de la niña muerta. Incapaz de resistir los cantos de sirena de la joven Anna, las chanzas del actor retirado Cready o la vulgaridad del corro de niños del pueblo, Hanlin se encierra en una moral cada vez más extrema y autoritaria que no sabe cómo soportar los latigazos de sus erecciones y la frustración de no poder ser como esos pueblerinos a los que tanto desprecia. De ahí la escalada de violencia y agresiones que solo la compasión de su autor acepta, por el bien del relato, mientras secretamente prepara la definitiva caída del protagonista.
A buen seguro, lo que más cautivó a Anthony Shaffer de Ritual fueron las brutales embestidas de su protagonista mientras se aferra a su integridad puritana para tratar de ahuyentar los fantasmas sexuales. Por ello The Wicker Man, inspirada en la novela de Pinner, exacerbaba a conciencia esa pugna terrible con las creencias propias. Porque, en el fondo, nos dice su autor, las tinieblas más peligrosas no emanan de la naturaleza, sino de la naturaleza humana. Y en su voluntad de no sucumbir a los placeres de la carne, Hanlin se transforma en un demonio peor que los habitantes de Thorn. He ahí la lección que la sociedad inglesa ha aplicado implacablemente en sus ficciones, como si tratase de borrar, mientras la expone, esa costra moral que atenazaba toda manifestación vital alternativa.
El entorno rural de Cornualles abriga otra batalla entre el paganismo y las buenas costumbres, la vida sin ataduras y los prejuicios que definen un comportamiento aceptable. Mientras David se pierde en sus fantasías, entre su incontrolable deseo por tomar el cuerpo de Anna y la tristeza de saberse un fracasado al borde de la cuarentena cuyo único mérito es el escrúpulo en su trabajo, Pinner narra la historia de una lucha eterna entre la luz y la oscuridad, el sol y la luna. La historia arranca con la llegada de un hombre débil a la colmena, su obsesiva fascinación ante aquello que se prohíbe tener y su lenta desesperación al observar que se está convirtiendo en todo lo que tan arduamente ha intentado esconder. Más que una caída, se trata de una revelación. El mérito de Pinner consiste en su precisión a la hora de exponerla: cuanto más se esfuerza por ocultar sus tinieblas a la luz de la luna, más rápido arde quemado por el sol. Cuanto más se esfuerza por pregonar su integridad en un pueblo de sátiros y desenfreno, más rápido arde víctima de la locura. Porque no es capaz de reconocer eso que con tanto celo protegen ciertas morales, tantas buenas costumbres y demasiadas manos de hierro: que la debilidad, las contradicciones y el instinto son las que nos hacen tan humanos.