Cuando dos y dos son cinco. Las tribulaciones de un juez en Irlanda, de Sommerville y Ross (Ediciones del viento) | por Juan Jiménez García

Cuando dos y dos son cinco | Sommerville y Ross

Quizás para entender todo esto sea necesario haber tomado galletitas Walkers mojadas en güisqui. O té Twinnings (vale Forntum and Mason) con una nube de leche. Igual, sin todo ello, solo nos podamos aproximar ligeramente a lo que representa un libro como Cuando dos y dos son cinco. Dejaríamos escapar una esencia de tiempos antiguos, de paraísos soñados una soleada tarde de primavera. Los más viejos del lugar puede que recuerden una serie llama El magistrado inglés. Se emitía a las tres de la tarde por la primera de televisión española, en un tiempo en el que no sabíamos lo que eran los culebrones y éramos felices. Era mil novecientos ochenta y cinco, para ubicarnos correctamente. En ella, un militar inglés cambiaba su vida trasladándose a Irlanda para ejercer de magistrado. Allí, se encontraba con los más variopintos personajes, encabezados por su casero, Flurry Knox, más conocido como tratante de caballos. Bien, esa serie se basaba en este libro, escrito por Edith Somerville y Violet Martin, pareja literaria, allá por el año 1899. Ya llovió. Y en Irlanda, más.

Podemos pensar por el subtítulo de Las aventuras de un juez en Irlanda, que estos relatos (porque aunque guarden una continuidad, son historias cerradas) deben tratar sobre juicios y sentencias memorables, pero no, nada más equivocado. De hecho, si sabemos que su protagonista, el comandante Sinclair Yeates, es magistrado, es simplemente porque debemos fiarnos de su palabra y por lo que dicen los demás. Las aventuras son otras. Tan simples como vivir en aquel lugar del mundo, en ese pueblecito en el que parece que los días tienen otra duración y el tiempo es una simple convención que nos hemos dado los hombres para complicarnos la vida.

Shreelane (así se llama el lugar) es un pueblecito en el que los días discurren entre mercados de caballos, cacerías de zorros, borracheras monumentales a costa de un barco hundido (o no necesariamente), cenas, otra vez cacerías de zorros, borracheras, caballos, etcétera. Dicho así, igual no nos parece especialmente prometedora esta vida, y más si pensamos en días nublados y una especie de lluvia omnipresente. Pero no. El verdadero encanto está en las cosas que no son obvias, pero que una vez conocidas son imprescindibles. Y lo cierto es que cuando acabamos de leer este libro, o mientras estamos en ello, no podemos dejar de pensar que solo una vida como aquella es posible. Y también en lo equivocados que estamos, aquí, sentados cómodamente en nuestras casas, mientras por la ventana entra el primer sol de la primavera.

Uno, que nunca ha montado a caballo, no desearía hacer otra cosa. Quizás no cazaría zorros, por convicción, pero sin duda saltaría cercas y troncos atravesados, correría detrás de los perros, se dejaría caer sobre verdes prados con el aroma de la hierba mojada, tomaría el té en viejos salones, con mayordomos milenarios, y quién sabe cuántas cosas más. Sí hay algo que transmiten libros como este que ahora edita Ediciones del  viento, es esa necesidad de ver la vida de otra manera, de sentir todo lo que se nos está escapando, y también la persistente sensación de que nuestra evolución tiene mucho de involución. Esa alegría de vivir, aun en la adversidad, esa acumulación de tópicos que nos parecen tan reales que queremos dar por ciertos. Sí, eso es. Necesitamos creer que esa Irlanda imposible existió y que quizás aún existe. Que en algún lugar del mundo, el tiempo se detuvo para nosotros. Como Alicia, llegaremos a una mesa llena de locos personajes que nos esperan para tomar el té. Y también: esa alegría de leer, ese dejarse llevar por esa prosa y esos personajes deliciosos. Sí, queremos vivir en algo inexistente. Queremos vivir en una novela anglo-irlandesa. Unos días. Un tiempo. Lo necesario.


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