Nuevo manual mínimo del actor, de Dario Fo, Franca Rame (Pepitas) Traducción de Mónica Zavala Matteini | por Juan Jiménez García

Dario Fo, Franca Rame | Nuevo manual mínimo del actor

Un manual (nuevo y mínimo) del actor… Un título un poco confuso, tal vez venga por su condición sucesoria y por la muerte, acontecida durante la escritura del libro, de Franca Rame. El propósito declarado en el prólogo de Dario Fo: Un viaje por Estados Unidos, conferencias trasladadas a libro, algo así. Pero Nuevo manual mínimo del actor es realmente una lección de vida y teatro, que en el caso de ambos era, indisolublemente, lo mismo, una misma y única cosa. No se trata del aprendizaje de un oficio, tanto menos de un libro teórico, aún menos un libro práctico. Se trata de un estudio sobre ser actor, ser cómico, ser escritor, pero, por encima de todo, ser un ser social, un hombre, una mujer, que desarrollaron su oficio entre la tradición de la comedia del arte y el devenir de unos tiempos que en Italia fueron complejos. Salidos del fascismo, entregados a una conveniente Democracia Cristiana, atravesando las ruinas de la posguerra, milagros económicos construidos sobre esas ruinas y llenos de sombras, años de plomo, muertos y falsas acusaciones, terrorismo de derecha, de izquierda, de servicios secretos, mafias y hasta masonería, el teatro, vienen a decirnos, no podía estar ausente de todo esto. Pero no solo no podía estar ausente, sino que debía ser parte esencial de ese trabajo. Dario Fo y Franca Rame cruzaron gozosos la distancia que les separaba de un cierto éxito debidamente digerido (teatros oficiales, público acomodado) a las casas del pueblo, suerte de centros sociales y culturales, que el Partido Comunista había diseminado por toda la geografía. Y, allí, hacer un teatro de urgencia, un teatro para los trabajadores a los que realmente se dirigían sus obras, un teatro político y social, que no solo era una representación sino un diálogo permanente. Pero ambos creían también en el humor, como llave que desmonta los mecanismos del mundo y se enfrenta a aquellos que los ponen en marcha y mantienen ferozmente. Convertido en asociación sin ánimo de lucro, lograban escapar a la censura y, a duras penas, al celo policial. Pero los enemigos eran muchos, empezando por sus propios aliados.  

Pensar ahora en el teatro como una contraposición a las artes vivas, es otra confusión de los tiempos. El teatro debe ser (y a menudo lo fue) un cuerpo vivo, que late, que palpita, que es capaz de alcanzarnos e incluso transformarnos. También lo fue para aquellos cómicos. Y cuando el propio Dario Fo recibió el Premio Nobel de Literatura, las chanzas e histéricas muestras de desaprobación le llegaron, antes que nada, de su propio país. Sin entender que Fo y Rame construían ese teatro, descarado, ofensivo (en tantos sentidos), desde una tradición que nunca había sido cómoda para el poder, da igual del siglo que hablemos. Agitadores de avisperos, nunca casados con nadie, en su obra también se encuentra ese renovar lazos con las máscaras, con el lenguaje, con los juglares, con el idioma inventado del gramelot, que pretendía llegar, desde otra lengua, a la lengua del espectador. Leer el Nuevo manual mínimo del actor es acercarse al entusiasmo de estar, pese a la dificultad de ser. Creer en que otros mundos y maneras son posibles, y retomar viejos caminos. No desde la soledad (el teatro de Fo y Rame nunca careció de un público, un público incluso entusiasta), sino desde lo colectivo. Y el libro, como no podía ser de otro modo (recordemos que Franca Rame murió durante su escritura) es también un canto de amor de Fo hacia su pareja, con la que había atravesado paraísos, purgatorios e infiernos, pero que había sido una fiel cómplice de una idea del teatro y una idea del mundo, que, como ya he dicho, en su caso se confunden hasta ser indistinguibles. Este libro es entonces todo eso, todo lo que les conformó, un canto al teatro, como expresión última de ese amor, de ese cariño por las cosas, de ese entusiasmo por transmitir, por transformar. Los últimos años, Fo se dedicó a desmontar obras de arte, biografías, leyendas, historia, como si quisiera arrojar algo de luz en el presente, desde aquellos distantes pasados. Solo, a menudo solo. Era como si un tiempo melancólico le hubiera alcanzado, convertido en juglar. Verle, ver ese cuerpo enorme, lleno de teatro, era como ver a Orson Welles encarnando a Falstaff: toda una vida encerrada ahí dentro.  


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