Donantes de sueño, de Karen Russell (Sexto Piso) Traducción de Rubén Martín Giráldez | por Gema Monlleó

Karen Russell | Donantes de sueño

“¡Qué tiempo aquel de alegres armonías!..
¡qué albos rayos de sol!…
¡qué tibias noches de susurros llenas,
qué horas de bendición!”
​Tú para mí, yo para ti, bien mío, Rosalía de Castro 

No sé vosotros, pero yo cada vez veo las distopías como una profecía de la realidad futura más cercana que lejana. Después del “baño de realidad” (qué expresión tan horrible) que supuso la pandemia del covid (y aquí incluyo la obediencia ciega al confinamiento), ¿por qué no va a ser posible una epidemia de insomnio? A mi alrededor no hay nadie que, en mayor o menor grado (incluida yo misma), no lo padezca. Y por mucho que, de momento, no alcance un estado grave sino levemente patológico, a la pregunta: ¿quién duerme “a solas” (sin química mediante)? cada vez hay menos respuestas. ¿Vivimos ya una crisis mundial de sueño o tal afirmación es de momento una hipérbole ante una dolencia (trastorno) universal? 

“Hay leyes naturales que gobiernan el flujo del sueño y la sustancia cuerpo a cuerpo, leyes que determinan el paso de la electricidad a través del tejido, las rutas que toma la médula color rubí, los cristales de yodo y las vibraciones incoloras. Leyes para ordenar toda migración visible e invisible.” 

En Donantes de sueño, tercera novela de Karen Russell (Miami, 1981), el futuro no datado ya está aquí. No hay coches voladores, ni lluvia constante, ni ventiladores en la oscuridad. El futuro no se parece a Blade Runner, el futuro se parece al hoy. A un hoy todavía un poco peor. A un hoy en el que los de arriba y los de abajo podrían dividirse entre los que duermen y los que no.  

Estados Unidos: gran parte de la sociedad padece una epidemia de insomnio (“el desalojo del sueño propio produce un nuevo tipo de sintecho”). Trish, la protagonista, trabaja como captadora en la ONG Brigada Duermevela (¿ONG?) que recauda donaciones de sueños (“nuestra meta es articulable, estable y muy clara: proporcionar sueño limpio y profundo a los insomnes”). Las transfusiones de sueño altruistas salvan vidas hasta que el Donante Y contamina con sus pesadillas a buena parte de la población y la epidemia se convierte en pandemia. 

“El reloj se está parando para la Humanidad. El tiempo en sí se convertirá pronto en un anacronismo. El tiempo, tal y como lo ha vivido nuestra especie en este planeta, dejará de existir. Se acabó el binarismo oscuridad/luz (…) ¿Qué queda de nuestros ritmos circadianos, las viejas y alegres armonías que brincan en nuestro interior como el impulso vascular del agua a través de las hijas de hierba?” ¿Fatalismo profético?, ¿noticias made in “capataces de las noticias terroríficas por cable”? Si el sueño se extingue antes de encontrar un modo de sintetizarlo (sic), ¿también nosotros nos extinguiremos? 

Trish pasa más tiempo en el Furgón del sueño que en su casa y es la captadora estrella del equipo. Su hermana Dori murió hace unos años tras una aguda crisis insomne (acá el término:  insomnio terminal). Durante un año y siete meses apenas durmió (a pesar del martilleo de fármacos: dexmetomidina, propofol, sevoflurano, xenón…) y, finalmente, murió despierta después de veinte días y catorce minutos sin dormir, “encerrada en su cráneo sin posibilidad de escapar”. Causa de la muerte: disfunción orgánica múltiple. Esta historia personal es el punto de no retorno para el que escucha la solicitud de donación de Trish: resucita a Dori, la convierte en protagonista del discurso y los que aceptan “donan sueño a modo de ofrenda atemorizada”. Pero todo ello pasa factura a una Trish cada vez más existencialista, más dudosa de la bendición que las donaciones a/de la ONG en la que trabaja representan para la humanidad, más incómoda con la “explotación” de la muerte de su hermana, aunque “Si dejo de contar la historia de Dori, ¿adónde irá?”. 

Y así como Trish es la captadora estrella, la Bebé A es la donante estrella. El sueño de los bebés, “pozos profundos y ricos que producen serenamente un sueño puro y voigorizante, totalmente incontaminado del terror adulto”, apenas requiere “post-producción”, filtraje, purificación, reconstrucción, pero es que en el caso de la Bebé A (seis meses) “su sueño tenía cero impurezas: no había marcadores de pesadillas ni anticuerpos de sueño nativo”. Se trata de un sueño totalmente puro que la convierte en donante universal. Esta “bendición para la humanidad” será la condena ultra capitalista para una Bebé que sufrirá una extracción tras otra, tantas como la ley permite para los bebés.  

Y frente a la Bebé A, el Donante Y. El bioterrorista suicida de las pesadillas, el que pasó los filtros del cuestionario de historial de perturbaciones del sueño predonación y extendió la pandemia. El paciente cero del estallido a nivel mundial. El padre del “sueño plaga” para el cual, de momento, no hay inmunización, ni vacuna, ni antídoto. ¿Malevolencia premeditada? Si hubo un móvil no importa, ya es demasiado tarde para este análisis. Consecuencia: pacientes nostálgicos de su insomnio, terror e insomnio discrecional, “anorexia del sueño extrema”, escapismo de la fase REM, abuso de anfetaminas, autotortura para mantener los párpados abiertos, suicidios colectivos (“sincronizadas como insectos por la horrenda coincidencia de su enfermedad, se embarcaron en una migración nocturna hacia la costa…”) 

Y tras una primera parte de distopía descriptiva y existencial pasamos al thriller: tráfico ilegal de transfusiones de sueño, enriquecimiento ilícito, ¿quizás esquema Ponzi?. Trish contempla, descubre, duda, analiza, siempre con la sombra de Dori a su alrededor (“La historia de Dori, ahora en su estado dicho, expulsado, flota en algún sitio ajeno y lejos de mí, emitiendo su luz de medusa. A veces su ausencia toma el control y me convierto en sonámbula”). Trish reta, pregunta, señala, culpa. Y ante la culpa, la excusa (en el culpable), el autoconcimiento (en ella), el argumento casi demiúrgico del bien supremo: “Los que consiguen entrar en nuestras listas de espera quieren dormir porque quieren vivir”.  

En Donantes de sueño Russell construye toda una terminología ad-hoc para su historia:  orexines (pacientes con pérdida total de sueño con la señal neuropéptida de la orexina dañada), UDs (apócope del interminable Último Día -“ojos desolados, pómulos hundidos y piel nacarada”-convertido en insulto por los niños: “eres un UD”), Mundos Nocturnos (“filas cerradas de insomnes contra la noche”, algo así como las caravanas circulares del Oeste, que se forman en los márgenes de las ciudades), Campañas de sueño con imágenes impactantes (una joven a la que tras cinco semanas de pérdida de sueño las trenzas se le vuelven blancas y los ojos están tan hinchados que no se le ven los párpados), Microsueños imperceptibles para los insomnes (regiones del cerebro desconectadas, redes neuronales que se apagan y vuelven a encenderse), transfusiones de sueño vs terapia electroconvulsiva (ambas producen cambios en la química cerebral del receptor),  combinaciones de polisueño, cámaras de incubación del sueño y polisomnografías, insomnes discrecionales (los que requieren de “rayos de sol perforadores del cerebro” para no dormir)… Y un sinfín de patologías más profusamente descritas en el DSM-12 (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). Todo ello “aderezado” con el crecimiento de un mercado negro de mercachifles (sic) que abastecen a los insomnes con supuestos remedios: lámparas lunares (para aplacar la monotonía de la vigilia), medicamentos derivados de antiguos mirtos y líquenes, pájaros canoros cuyo canto es una biocura que reprograma los sueños de la mente, grillos con alas esmeralda convertidos en “máquinas de nanas orgánicas”, campos de amapolas como mantas olfativas que liberan “una sustancia aromática hipnótica”… 

Dormir o no dormir, esa es la cuestión (“Qué ojos. En carne viva. Las melenas de alambre. Redecillas cian de venas alrededor de las sienes, como una especie cruel de corona griega. Los dientes erosionados hasta un gris monocromo”). Dormir o no dormir, desear el elixir del sueño que es también elixir de vida.  Dormir o no dormir, aspirar a una donación que, aunque nadie lo admita, es imposible garantizar que no vaya a estar contaminada. Dormir o no dormir, encaminarse a Urgencias (“En Urgencias dan el alta a muchos nuevos insomnes cada noche. Los mandan a retorcerse en el exilio de sus colchones, a cortarse los ojos con la cuchilla -hola, Buñuel- de la luna hasta que aparezca un donante”) o a la internet profunda del tráfico de sueño. Dormir o no dormir. 

Mientras leía Donantes de sueño no dejaba de tener en mente el ensayo ficcionado de Albert Pijuan Per què no repensem el canibalisme? (Medusa, 2023). Si allí el nudo gordiano era la falta de alimento aquí es la falta de sueño, pero ambos comparten el desarrollo de un discurso retórico, más allá de cualquier moral, en el que el fin último anula el análisis racional de la situación de partida. A su vez, Donantes de sueños se une, desde la ficción, a títulos recientes como El mal dormir de David Jiménez Torres (Libros del Asteroide, 2022), Insomnio de Marina Benjamin (Chai Editora, 2022) o Un malestar indefinido: un año sin dormir de Samantha Harvey (Anagrama, 2022). Dormir o no dormir, algo está pasando con nuestro sueño. 

Regreso al principio de esta reseña, ¿vivimos ya una crisis mundial de sueño o tal afirmación es de momento una hipérbole ante una dolencia (trastorno) universal?, ¿“la gente se está ahogando en luz, despierta por completo” o todavía producimos suficiente sueño delta? No tengo certezas aunque, tímidamente, me atrevo a parafrasear la frase célebre: un fantasma recorre el mundo: el fantasma del insomnio.  


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