Muerte accidental de un anarquista, de Dario Fo (Pepitas) Traducción de Mónica Zavala Matteini | por Juan Jiménez García
12 de diciembre de 1969, Piazza Fontana, Milán, Italia. Poco antes de las cinco de la tarde estalla una bomba en la Banca Nazionale dell’Agricoltura. Mueren 17 personas y otras 88 resultan heridas, sucediendo a este atentado en ese mismo tres nuevas bombas y una cuarta que no explosiona. Quedan inaugurados los años de plomo, esos años setenta en los que en la más completa confusión se suceden los muertos provocados por grupos de extrema derecha (haciéndose pasar por grupos de extrema izquierda), grupos de extrema izquierda (el nacimiento de las Brigadas Rojas, entre otros muchos) con comportamientos más que confusos y, por si no había bastante, turbios manejos del poder, del Estado o de los Estados Unidos (Operación Gladio), de la masonería, grupos mafiosos y un puñado más de cosas que llevaron la situación al borde del golpe de estado. Volviendo a Piazza Fontana, el atentado fue atribuido a grupos de extrema izquierda, cuando ahora, sesenta años después, sigue sin conocerse qué ocurrió, aunque todo parece indicar que fue obra de Ordine Nuovo, organización neofascista. El caso es que, entre todo esto, Giuseppe Pinelli, trabajador de ferrocarriles, anarquista, es detenido. Durante esa detención, cae del cuarto piso de la comisaría. Por supuesto, se ha tirado él. Cuatro años después, se reabre la investigación y se llega a la conclusión de que ha muerto por enfermedad (?). Entretanto, Lotta Continua (otro grupo de extrema izquierda) había asesinado al comisario Luigi Calabresi, en venganza por la muerte del ferroviario. En medio de toda esta confusión de las cosas, Dario Fo escribió su versión de los hechos: Muerte accidental de un anarquista. Era el año 1970. Otro mes de diciembre. Y como la versión de los hechos fue cambiando constantemente, no dejó de revisarla. Esta que publica Pepitas es su última revisión.
El comisario Bertozzo se encuentra interrogando a un impostor. Un impostor profesional pero, también, un loco certificado. Lo han detenido por hacerse pasar por psiquiatra, algo en lo que tiene amplia experiencia tras su paso por unos cuantos manicomios, y su sueño es hacerse pasar por juez. En definitiva, no hay mucho que hacer con él. Y encima habla por los codos. Un auténtico palabrista. De modo que mejor darle puerta y a otra cosa. Pero, las circunstancias harán que nuestro loco encuentre una estupenda oportunidad para realizar el papel de su vida, cuando cae en sus manos la investigación por el misterio salto al vacío de un anarquista en aquella comisaría.
Como dice Dario Fo en unas palabras que anteceden a la obra, buena parte de lo que en ella se recoge está sacado de los documentos del caso real. No desentonaban con la farsa. A falta de un niño, solo se necesitaba un loco para poner en orden las contradicciones y toda la podredumbre de aquellos años, que el dramaturgo aún no podía ni tan siquiera intuir. Ya lo decía Nanni Moretti: las palabras son importantes. Y esas palabras, los actos de los demás, apenas pueden esconder la realidad de los hechos. Tras esa enfermedad a la que atribuyen la muerte de Pinelli se esconde todo un mecanismo de terror, engrasado durante siglos de historia. Tras el loco, estaba el cómico. Tras el cómico, siglos de humanidad. Y en la caída, esos momentos en que los nadie se cruzan con el poder y sus engranajes, mientras la realidad no deja de ser un convencionalismo más que se nos da como se lanza un hueso de juguete a un chucho. La obra, por supuesto, sufrió todos los inconvenientes del mundo, y aún así tuvo una reveladora trayectoria desde sus inicios, representándose dónde se podía y cómo se podía. Pero qué podía importar eso a un hijo de la comedia del arte, al autor que un año antes había escrito y representado su Misterio buffo… Los años de plomo acababan solo de empezar y Dario Fo junto con su mujer, Franca Rame, los vivieron intensamente (y también con momentos de una oscuridad terrible). Combates con la historia.