Literatura, de Daniel Remón (Seix Barral) | por Óscar Brox

Daniel Remón | Literatura

Me había prometido eliminar cualquier apunte sobre la pandemia de esta reseña. Todo rastro posible. Y, sin embargo, me noto incapaz de eludirla como si esto, en vez de un texto, se tratase de una conversación con un amigo al que hace tiempo que no veo. Incapaz porque, de una u otra manera, siempre acabo hablando del tiempo. Del año, de los meses, las semanas y los días. Y de cómo me gustaría transformar todos esos minutos transcurridos en otra cosa. Resignificarlos, como se dice ahora, en lugar de lamentarme cada dos por tres por mi explotación laboral (ay, aquellos días en los que mis manos parecían las del ratón Mickey bajo varias capas de guantes de látex), por el rapidísimo envejecimiento de mi padre (deterioro, debería decir) o porque nada sigue siendo lo mismo. Y cuánto se llega a echar de menos eso mismo.

En Literatura, Daniel Remón convierte el tiempo en un juguete. La gente sale a los balcones o pasea compulsivamente a sus perros. Hace ejercicio, aprende a cocinar o desempolva las cajas apelotonadas en los trasteros durante décadas. Escribir no dista mucho de todas esas cosas. Podría ser como enfocar una linterna hacia la parte más oscura. Quizá esto suene a frase de autoayuda, y quizá las constantes pinceladas autobiográficas en el relato de Remón puedan invitar a pensarlo. Sería demasiado fácil. Creo que se escribe para dar nombre a las cosas (esto se lo he robado a Carlo Emilio Gadda), para protegernos de ellas. Para encontrar un lugar a cubierto, un perno mediante el cuál sostener el siempre débil andamiaje de nuestra realidad. Más frágil, si cabe, en este momento de pandemia (segunda vez que aparece, lo siento). Y me gusta especialmente que Remón lo haga buscando una suerte de complicidad infantil. Una sencillez, una ligereza, elige tu propia aventura, mediante la cuál desentrañar ese otro mundo, bastante más complejo, que abarca la mirada adulta.

Literatura arranca como un cuento a Teo, sobrino de Remón. Un cuento armado, un poco a capricho, con elementos de lo más variopintos: hay un niño y un coche rojo, dos brujas como las de Oz, un monstruo, saltos en el tiempo y viajes que van de Madrid a Londres y Filipinas, pasando por un pueblecito de Aragón. Se habla de altas y bajas pasiones, de familias desgastadas y especulación, de dinero, política, cárcel y poder; palabras que, por cierto, la actualidad española ha convertido en sinónimos. Y Remón lo escribe con gusto y con gracia, actualizando ese costumbrismo del que beben tanto su hermano como él, ese brillo que le conceden a las palabras, al castellano más rancio, mientras encuentra el punto exacto entre lo tierno y lo grotesco. En esa España que culebrea entre las altas esferas y lo cañí y esa otra que intenta armar el rompecabezas para hallar un poco de sentido.

Ojalá nuestra manera de escribir fuese nuestra manera de ser (otro robo literario, esta vez a Cocteau). En ese caso diría que Remón hace de Literatura un ejercicio meta. Se vale de la ficción para re-, de-, construirse. Para hablar de su familia, de su entorno, de sí mismo; para aportar datos biográficos que añaden una nueva capa de sentido a ciertas obras (por ejemplo, a la Doña Rosita, anotada que ha escrito su hermano Pablo). Para dejar que la literatura rellene esos huecos en blanco que a menudo aparecen en la realidad, a los que no sabemos muy bien cómo responder. Más todavía, si nos encontramos en un momento excepcional, en el que toda la población (salvo los empleos básicos) está obligada a mirarse el ombligo durante su encierro casero (tercera vez, ay).

¿Diría que Literatura es un artificio? ¿Acaso no lo es cualquier libro? Lo es en la misma medida que un trabajo del OuLiPo o que cualquier reflexión sobre el oficio de escribir. Aunque a mí lo que me gusta es que Remón nos conecte con cuestiones más interesantes, desde el uso de la imaginación hasta cómo se escribe lo autobiográfico. Cómo hablar de lo personal sin resultar estomagante, cómo reducir a un juego de niños lo que la televisión, el poder, la corrupción y las mentiras, ha banalizado en uno de adultos. Cómo imitar una escritura sencilla, porque realmente el mundo es demasiado complejo y requiere de pequeños accesos fantásticos, de pequeñas licencias, para intentar colmarlo. Y Remón lo hace hablando de sí mismo, escribiendo (o parodiando) un thriller, husmeando tras la costra de España, dibujando un retrato familiar o pensando en la naturaleza del cuento infantil que le gustaría escribir a su sobrino.

Remón habla de la pérdida. De su madre y de su padre, de otros tiempos, otros aprendizajes. Hace de su escritura una cápsula y del elemento más banal una puerta de acceso a su memoria familiar. Aprovecha el tiempo, que diríamos en estas circunstancias, porque en algún punto su novela se transforma en un cúmulo de recuerdos. De anécdotas. De fragmentos con los que se construye. Y yo me acuerdo de aquellos hombres-libro de Fahrenheit 451 y me lo imagino así. Contando su libro, contando su historia; contándose a sí mismo. Recuperando el tiempo perdido. Al fin y al cabo, en eso consiste escribir. De eso trata la literatura, ¿no?


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