La revolución secreta, de Claudio Cerdán (Alrevés) | por Óscar Brox
Las derrotas nunca estallan en el último momento; siempre en el penúltimo, cuando todavía queda algo que perder y algo que sacrificar. La humanidad. Ese instante fatal en el que renunciamos a todo para abandonarnos a nuestros instintos. A la sangre, a la violencia. A la nada. El ocaso del zarismo, desplazado por el empuje de la revolución, se larvó durante varias décadas. Años de muerte, de miseria y desolación; de personajes torvos como Rasputín y guerras fratricidas entre los rojos y los blancos. A bayoneta calada o con el revólver sobre la sien. Matar y morir. Época oscura para el hombre, Claudio Cerdán ambienta su última novela, La revolución secreta, durante los estertores de la batalla, cuando la gruesa capa de nieve que tapizaba los bosques no podía cubrir los cadáveres amontonados tras los interminables enfrentamientos entre las facciones del ejército.
Más que una lección de historia, Cerdán se acerca a la Revolución Soviética con la misma intención con la que la novela negra retrataba la época de la depresión: en busca de ese caldo de escenas, gestos, instantes y personajes que fraguan la derrota del bien, la caída del hombre hacia el abismo más profundo. Esa línea de demarcación que indica que hemos sobrepasado el límite más allá del cual lo humano, lo moral, no tienen lugar. La pura destrucción. Así, parapetado tras un argumento que traslada la novela de detectives a la cruda Rusia rural, Cerdán enfrenta a la figura principal del relato, un capitán del ejército zarista, con sus demonios interiores. Esa clase de demonios que la plasticidad de la guerra, con su imaginario de amputados, asesinados, torturados o represaliados, materializa en una bestia sanguinaria que siembra el terror en una zona controlada por los partidarios del zar. Esa clase de demonios que uno solo puede ver cuando llega al culo de la botella, cuando percibe que no ha dejado nada atrás y apenas divisa algo en el horizonte. Sin margen, sin respuesta. A solas con ese miedo cerval que recorre, casi perfora, su cuerpo mientras consume el último aliento.
Strahov es el líder del destacamento zarista apostado en la zona de Kladbitshe. Un oficial joven, cruel por obligación, al que Cerdán presenta comandando un pelotón de ejecución. Un héroe antipático, como aquel grupo de nazis atrapado en El torreón, de Michael Mann, junto a la esencia del mal primigenio. Strahov es un asesino, una criatura aclimatada al ambiente caótico que gobierna Rusia. Y el hecho de que por el camino tropiece con personajes más dementes que él recalca la fragilidad con la que la cordura se disfraza de obediencia ciega a las órdenes. Unos asesinan con sus manos y otros con sus revólveres. A ritmo de cómic, donde cada párrafo parece una viñeta de violencia febril, Cerdán sigue a su criatura mientras se cierne la amenaza de esa bestia sobrenatural que ha encantado el lugar. Como si se tratase de un último signo de atavismo, como si la misma tierra se rebelase contra un régimen autocrático en descomposición. Un monstruo imaginado para acabar con demasiados monstruos auténticos.
Ajena a cualquier pretensión moralizante, La revolución secreta avanza a paso ligero, a golpe de efecto, con esa cadencia que le conceden sus hiperexpresivas escenas de violencia y la atmósfera turbia que se cierne sobre el pelotón de soldados. Como en esas historias de caza al hombre, en las que el protagonista vive la ilusión de creer que un ejército podrá evitar su enfrentamiento en soledad ante esa amenaza desconocida. Cerdán recluta a un cura cazador de bestias, a Bulgakov en su época de médico, a unos bolcheviques asediados por la miseria y a un pelotón de hombres sin alma. Todos conforman un crisol de vidas al borde del agotamiento que se enfrentan, en una lucha fratricida, mientras los dos ejércitos tiñen de rojo los bosques nevados de la vieja Rusia. Sin más asidero que la empuñadura de una espada o la culata de un fusil; sin más moral que los valores de un orden desesperado por mantenerse ante el envite del tiempo; sin más humanidad que las vísceras que cada herida deja al aire. En pleno apocalipsis, mientras la bestia que habita en todos nosotros nos enseña los dientes.
La revolución secreta es puro género, la clase de relato que podría ilustrar Richard Corben en viñetas inolvidables. De manera inteligente, Cerdán se abandona a la violencia, cada vez más desaforada, para retratar un momento de la Historia donde la condición humana se hallaba en suspenso. Sin piedad ni remordimientos, ante la falsa ilusión de que la victoria traería la conquista de un orden. Sus protagonistas son salvajes, cobardes o nihilistas, funcionarios o asesinos, que nunca dudan en avanzar entre el reguero de cadáveres que dejan a su paso. Monstruos cuyo único temor no reside en enfrentarse a esa criatura demoníaca, sino en descubrir que ellos son los dueños de todo ese infierno. Los únicos que, frente a esos rostros exhaustos por la guerra, tienen algo que sacrificar. Los únicos para los que la derrota, ni siquiera la muerte, significa dejar de ser hombres para convertirse en monstruos. Sin lugar ni historia. Solo cuerpos que yacen a la espera de ser enterrados por la nieve.