La sangre de la aurora, de Claudia Salazar Jiménez (MalasTierras) | por Óscar Brox

Claudia Salazar Jiménez | La sangre de la aurora

¿Cómo se habla del horror? De lo atroz, de la masacre, de los crímenes contra la humanidad. Se escriben cifras, se desempolvan documentos, se pone negro sobre blanco todo aquello que ha permanecido demasiado tiempo en silencio. Lo que queda de la voz de las víctimas, de sus verdugos, las huellas, los indicios y casi cualquier prueba que pueda servir para recordar. O, mejor aún, para enseñarnos a recordar. A arrojar un poco de luz, otro poco de perspectiva, sobre un tiempo de dolor. En ese complicado maremágnum de la memoria, la escritora peruana Claudia Salazar Jiménez elige un momento especialmente convulso de su país: los años 80, la emergencia de Sendero Luminoso y la violencia del Estado. Una realidad palpable en casi toda Latinoamérica (Bolivia recién saldrá del Gobierno de Hugo Banzer, mientras que Argentina tratará de recuperar la cordura democrática con Raúl Alfonsín, por poner dos ejemplos), pero no por ello una realidad conocida. Familiar. Estudiada exhaustivamente; lo suficiente, como para evitar que vuelva a suceder.

Salazar lleva a cabo una arqueología de las audiencias públicas y del informe de la comisión de la Verdad de 2003. Revisa los discursos, presta atención a los testimonios y llega a una conclusión: para hablar de aquel Perú arrasado por la violencia, solo es posible convocar a aquellos que no tienen voz. A todo lo que quedó excluido de las consignas, del conflicto entre izquierdas, de la derecha y el comunismo, de la división entre la ciudad y los campesinos. Y se fija, para ello, en las mujeres. En la proporción de mujeres combatientes del Sendero Luminoso y en el porcentaje que ocupaban en las distintas comandancias de la organización. Se fija en las mujeres campesinas, atrapadas en tantas cosas, y en esas otras mujeres, cobijadas por la burguesía del país, que se preguntaban cuál era su papel, qué testimonio dar, en un tiempo de plomo y bombas.

La sangre de la aurora es una obra fragmentaria. Parece, diríamos, construida sobre el esqueleto argumental más frágil; a punto de romperse. Salazar sigue a tres mujeres: una campesina, una maestra y una fotoperiodista. Tres mujeres, tres estratos del Perú representados en el texto. Tres conflictos, intimidades, identidades, aplastados por la violencia del país. Sigue a Modesta, campesina, atrapada entre la violencia de unos y otros. Superviviente, a su pesar, porque ese rol le obliga a ver la muerte en los demás, a tolerar la muerte en su propia familia (la de sus dos hijos) y a arrastrar, con esa mezcla de temblor y culpa, a una hija nacida de una de tantas violaciones. Aquí la política queda completamente diluida; la violencia devora las ideas; no hay diferencia entre los métodos que practica el gobierno y entre los que llevan a cabo los terrucos. Todo es sangre.

Cada vez que la violencia cristaliza en el texto, Salazar da un vuelco a su escritura. Se pierden los marcadores textuales, el ritmo se fragmenta todavía más, la descripción, incluso el orden del discurso, se convierte en una aglomeración de onomatopeyas que estallan en la punta de la lengua; que, casi, abrasan los dedos de su autora cuando tiene que escribirlas. Que nos trasladan a ese universo de huesos rotos, heridas de bala y orificios corporales repetidamente violados. No hay política, hay horror. O, mejor dicho, la política se traslada al horror. A las atrocidades. Melanie (la fotoperiodista) es testigo directo de la pesadilla. Ahora la cámara es ella, su cuerpo arrasado cada una de las fotografías que no podrá tomar. Ahí resuena, si cabe todavía más, el interrogatorio entre la comandante, maestra convertida en guerrillera, y el oficial que lo conduce. Resulta más estéril escuchar a Mao, a Marx, a Lenin, las consignas prefabricadas que caen tan pronto los fusiles comienzan a hablar; tan pronto la sangre y la carne toman el control de la situación. Tan pronto, en definitiva, los hombres se olvidan de aquello por lo que están luchando y se entregan a esa violencia que lo envuelve todo.

El retrato del Perú que escribe Claudia Salazar es devastador. Es un país fracasado, una revolución que no existe (Fujimori y su corrupción están a la vuelta de la esquina). Es una violencia total contra la mujer. Es una división todavía más dramática entre la burguesía y el campesinado. No hay populismo, no hay actividad política real, la búsqueda de un cambio sustancial. Solo una constelación de pequeños horrores que no dejan de arrasar cualquier posible esperanza. Los personajes, voluntariamente desdibujados, son un manojo de sensaciones que se escampan por las páginas, que retratan, a menudo detallan, el terror acumulado, la necesidad de huir (¿dónde?) o de regresar a otro tiempo (¿cuál?), la pérdida continua de todos esos atributos que nos identifican como humanos, miembros de una comunidad, como algo cercano o familiar. Hay poca esperanza en estas páginas, todo el poder de la escritura de Salazar está consignado a la tarea de describir el horror. De rescatar a las voces marginales de la violencia. De reflexionar sobre el lugar de la mujer y sobre ese reguero de violaciones que diluyó, si es que alguna vez tuvo sentido, las diferencias entre un bando y otro. Todo, en definitiva, es sangre. Y la labor de esta obra es la de investigar la mancha que deja.


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