Lejos del bosque, de Chris Offutt (Sajalín) Traducción de Javier Lucini | por Óscar Brox

Chris Offutt | Lejos del bosque

Kentucky como estado mental, horizonte familiar y reserva espiritual. La pequeña patria, el terruño y el perno que ayuda a sujetar con fuerza las débiles estructuras que sostienen la realidad. Kentucky como representación de la nostalgia, ese lugar al que todos los personajes de Lejos del bosque desean volver. El cobijo, el hogar, la única posibilidad de amoldar el carácter al espacio. O, mejor dicho, de constatar que ese carácter, definitivamente, está hecho para un único espacio. El de la gente recia, el de aquellos que tratan de sacar la cabeza mientras América, más que un país un continente, no deja de ahogarles a fuerza de crecer y expandirse en todas las direcciones que preconiza el capitalismo salvaje. Por eso, uno lee a Chris Offutt como si se tratase de un clásico (tan clásico como Agee, Faulkner u O’Connor); de un contemporáneo que no puede evitar mirar atrás. Observar ese otro tiempo, esas otras mitologías, la sabiduría encapsulada en el paisaje de una América boscosa, agreste y perdida. De unos personajes que intentan desesperadamente encontrar su origen, su brújula, su casa, mientras hacen lo que pueden para mantenerse con vida.

En Lejos del bosque, colección de relatos, sus protagonistas parecen ir a la deriva. Precisamente, el relato que da título al libro narra un viaje de ida y vuelta. Gerald se larga a Nebraska siguiendo la pista de Ory, su cuñado. Aquel ha muerto. Queda el cadáver, que traerá de vuelta, y esa especie de estupefacción ante una vida y un mundo que a Gerald no le acaban de caber en la cabeza. Que refuerzan, todavía más, su necesidad de volver a casa. De reencontrar cada recodo del paisaje familiar, aunque regresar implique, asimismo, explicar lo que ha sucedido con Ory. Lo que ha visto en Nebraska. Ese otro mundo que apenas existe, que casi no tiene razón de ser, cuando se encuentra fuera de sus límites. Offutt habla de lo que no existe de muchas maneras y se podría decir que todas hacen referencia a un sentimiento de exclusión, de aislamiento. En Melungeons, por ejemplo, habla de ese grupo étnico de los Apalaches prácticamente orillado en una América multirracial. En Moscow, Idaho, en cambio, la exclusión es de otro tipo: una sensación, una huella invisible pero siempre presente, que arrastran los dos exconvictos protagonistas. Algo parecido a lo que sucede cuando dejas de percibir la presencia de vallas o muros a tu alrededor, cuando parece posible volver a respirar un poco de libertad pero, a la vez, te inquieta pensar qué puedes hacer para disfrutarla porque ya casi has olvidado lo que se siente.

Offutt escribe uno de esos relatos ejemplares en Todo inundado, cuando un camionero queda momentáneamente atrapado en un pueblo tras el sabotaje de uno de los diques. En un principio, Zules aparece retratado como el extraño. Autor, en potencia, de la voladura. Y, sin embargo, a cada instante la cosa va transformándose, a medida que el personaje se interna en la realidad del pueblo. Así, el extraño se convierte en una oportunidad para escapar. La vida nómada del conductor de camiones en lo más parecido a un sueño de fuga, de huida de una realidad demasiado mediocre, deteriorada porque nunca pasa nada, porque los cambios que tienen lugar no son, efectivamente, cambios. Demasiado pequeños, demasiado insignificantes. Cualquier cosa diferente acaba por convertirse en lo mismo. En Cárabo norteamericano, por ejemplo, Offutt reflexiona sobre lo que nos ancla a un paisaje, esa esencia familiar de la que no podemos escapar porque tira demasiado de nosotros. Y, de paso, nos enseña también a despellejar un cárabo, en ese gesto de rara complicidad que marca el tono, la melancolía, del relato. De hecho, la complicidad entre los personajes de este relato es, prácticamente, un ensayo para el posterior retrato entre padre e hijo que el autor desgrana en Prácticas de tiro, de nuevo con el aislamiento y la degradación del entorno familiar como telón de fondo. Pero, aun así, con esa poderosísima conexión sanguínea con el paisaje.

Así hasta llegar a Gente recia, a ese relato en el que sus protagonistas hacen cualquier cosa, lo que sea, por volver. Hacer como que son boxeadores, esquivar los puños y el tiempo en su contra, exhibir las heridas del combate, más las psicológicas que las evidentemente físicas, mientras vagabundean en busca de la idea que les proporcione el dinero suficiente para conseguir lo que quieren. Que el final del relato termine con su protagonista abandonado y magullado, no deja de ser elocuente de esa forma de entender la derrota que explora Offutt en su escritura. Esa forma de perseguir un paisaje que probablemente ya no exista, más allá de la memoria o de una momentánea sacudida de melancolía. Esa forma de empeñarlo todo por regresar a esa tierra que nadie visita. Offutt es el cronista de esas vidas rebeldes, marginales y marginadas, ancladas a la necesidad de retomar un hogar al que no se puede volver. A otro tiempo, también para la escritura, que convierte cada uno de sus relatos en un pequeño clásico. En la voz de un tiempo perdido cuya nostalgia nunca deja de acechar cada rincón de su memoria.


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