El gran sueño de oro, de Chester Himes (Akal) | por Juan Jiménez García

El gran sueño de oro | Chester Himes

Hay que decirlo: la novela social de nuestro tiempo (entendido de una manera muy amplia) fue la novela negra. Nadie como el noir supo captar el aire de una época (épocas). El aire viciado, cierto, oscuro y pesado, pero visto retrospectivamente y aún en la actualidad, la corrupción , la violencia, las desigualdades sociales (de clase, de color), las pasiones sencillas pero rotundas, las miserias humanas, lo han atravesado todo. Y su reflejo se encuentra ahí, en ese puñado de escritores (no todos) que supieron instalarse  a ras del suelo, habitando las ciudades, mejor barrios, retratando pequeños fragmentos universales.

Chester Himes era un escritor negro que escribía sobre negros haciendo cosas de negros. Atrapados en su reducto de Harlem, la vida se movía para ellos entre una tremenda confianza en Dios y una tremenda desconfianza en los hombres. Excepto si son hombres-Dios, es decir, iluminados telepredicadores sin televisión. Para que nos entendamos: pobres desgraciados como el resto al que un día el Señor les habló y les pidió llevar por el buen camino a otros pobres desgraciados. Es decir, unos listos. El gran sueño de oro responde a todo esto: tiene su predicador, Sweet Prophet, su pobre diablo, Alberta Wright, y un buen montón de muertos de hambre que se niegan a morir sin haberse llevado su parte de ese gran sueño americano.

Recapitulemos. Alberta Wright asiste a una ceremonia (vamos a llamarle así) callejera de Sweet Prophet, que reúne a seiscientos palomos-seguidores (podemos llamarlos así dada su afición a darles migas de pan). En un momento determinado y tras beber agua bendecida por este hombre, entra en trance y muere. O eso parece. El pánico se desata. ¿Qué le ha pasado a esta buena mujer?

A partir de ahí asistimos a dos cosas: una, dar vueltas alrededor del suceso para descubrir la verdad de tal suceso; dos, seguramente cien de las mejores primeras páginas que ha dado nunca la novela negra. Como poco.

Chester Himes creó a dos detectives (negros, claro, de color y de espíritu): Coffin Ed Johnson y Grave Digger Jones (para entendernos:  Ataúd Ed Johnson y Sepulturero Jones). Aparte de ser tremendamente expeditivos y propensos a las soluciones urgentes (pero también a un cierto dejarse llevar por la situación y el conocimiento de lo que no tiene remedio en el barrio), como personajes noir, tienen algo muy interesante. Digamos que son algo así como artistas secundarios de sus propias novelas. Sí, siempre están, claro, pero no mucho más que otros tantos personajes. La acción no les sigue a ellos, sino a toda esa humanidad harlemsiana que les rodea. Una humanidad sin principio ni fin, que a base de ser tan simples, tan primitivos en sus instintos y acciones, se nos antojan complejos y misteriosos. La vida, parece decirnos Himes, puede ser terriblemente complicada en apariencia, pero responde a sentimientos extremadamente sencillos en el fondo. Animales, si se quiere: esconder dinero como urracas, criar fieles como palomos, descender a los instintos más primarios.

Retrato brutal de pobreza, violencia, creencias y ritos de paso, El gran sueño de oro nos contará más sobre un rincón americano que tantos libros de sociología. Quizás solo sea una cuestión de perspectiva:  que las cosas a ras de suelo, se ven mejor. Sobre todo si hablamos de un montón de tipos caídos en desgracia. Es decir: nacidos negros, rodeados de negros, con negras ideas, enfrentados a un futuro negro, de novela negra.


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