Y aquí está Auguste Renoir de nuevo. No nos cansamos. Tampoco Confluencias, que ha editado estas nuevas Conversaciones junto con aquel retrato de Ambroise Vollard, del que ya dimos cuenta. No es que al pintor le gustase hablar mucho (aunque sí algo más que algún otro de su generación), pero lo cierto es que la misma pasión que le llevó a pintar sin descanso, hasta el último aliento, le llevaba también a hablar de sí mismo y de su arte, sobre todo de su arte, como una celebración del misterio pero también del trabajo. Como si uno no pudiera existir sin el otro y el otro sin el uno. Y entonces en algún momento vas por los siete mil cuadros pintados. Y sigues pintando para poder dejar algo a los hijos.
Esta vez, el libro se convierte en un contenedor de cosas múltiples, como si hubiéramos guardado en una cajita un puñado de recortes que necesariamente tienen que arrojar algo de luz sobre él. Así, encontramos dos conversaciones, fragmentos del diario de Julie Manet (que frecuentó con su padre o sin él la casa de Renoir), fragmentos del diario de René Gimpel (coleccionista), un retrato de Georges Riviére sobre el pintor y sus amigos, e incluso una oración fúnebre del abate Baume. Todo encabezado por una nota autobiográfica del propio pintor, un retrato inacabado, como cualquier cosa que pretenda abarcar toda una vida. Porque una vida, como un lugar, no es algo para lo que basten dos palabras o un par de días.
Por sus páginas desfilan los salones, oficiales y paralelos, en una época en que la pintura parecía ser cosa de unos pocos que seguían unos códigos estrictos y no estaban dispuestos a dejar que esa nueva manera de entender el arte destruyera las viejas maneras. Frente a esa lucha, está la convicción de que la realidad ya es otra cosa y que debe ser atrapada de otra manera. La batalla eterna de lo viejo contra lo nuevo, que se la viejo de otros nuevos (Renoir tardó en entender a Matisse, como él mismo confiesa). Para el pintor, la pintura está acabada cuando queremos acariciar esa piel. Y para llegar ahí, a esa fisicidad, todo está permitido, desde aquellos clásicos que deformaban las proporciones para hacerlas más ciertas hasta el impresionismo actual.
Entre los testimonios que recoge el libro, me quedo seguramente con esos fragmentos íntimos de Julie Manet, en los que se nos muestra un Renoir visto en la distancia (media, lejana, próxima), unos escritos que ocupan cinco años y que van desde el testimonio de una jovencita de quince años a la complicidad. Y todo sin esa mirada calculada que puedan tener otros o la etnográfica de otros más, con aquellos días de verano pasados con él, recogiendo sus palabras sobre todo (con la indudable ventaja de que no era preguntado por nada) y sus consejos sobre la pintura, además de sus manías literarias (que no eran pocas).
En fin. Esta preciosa caja de recortes junto con aquel otro libro de Vollard nos devuelven al hombre, que por otro lado no es más que un artista que vive (y seguramente en ese orden o todo confundido). El resultado de ese vértigo creador entendido como la felicidad sin demonios. Todo permanece.
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