Perder el juicio, de Ariana Harwicz (Anagrama) | por Gema Monlleó

Ariana Harwicz | Perder el juicio

“Ven.
Tenemos que hablar de nuestro amor.
Encontraremos las palabras para hacerlo.
Puede que no haya palabras.”
Nada más, Marguerite Duras 

Perder el juicio, la nueva novela de Ariana Harwicz (Buenos Aires, 1977) es una bomba de racimo que va detonando a medida que se recorren sus páginas. Libro incómodo, por la trama, que se apuntala en un estilo y un lenguaje que ahonda esa incomodidad. Yo, adicta a este tipo de libros, sentía la mirada esquiva de Harwicz, la de fotografía de la solapa (de Alejandro Meter, ¡por un momento sufrí una crisis cronológica al pensar que era de Francesca Woodman!), presionando mi nuca, casi riéndose de mí, mientras la leía (“¿y no vas a poder con esta incomodidad?”, parecía decirme). 

Que no iba a ser un libro fácil (“fácil”, ¿qué querrá decir este adjetivo asociado a un libro?) lo sabía desde que leí El ruido de una época (Gatopardo, 2023), donde la autora ya apuntaba sus dificultades para encontrar el tono adecuado a la historia. Terminado el libro puedo entender todas las dudas que allí exponía a la vez que soy rotunda al afirmar que Harwicz ganó la batalla consigo misma. 

Contexto: Francia, época actual. 

Trama: una mujer secuestra a sus hijos pequeños, de los que ha perdido la custodia (“¿De qué se me acusa? De violencia marital agravada por la presencia de los menores. ¿Qué género? Golpes punzantes, patadas, arañazos, trompadas, rasguños, lesiones con material inflamable, amenazas con uno o varios objetos cortantes no identificados”). Su exmarido hace todo lo posible para recuperarlos en una persecución en coche por la Bretaña. 

Escrito así esta podría ser una historia más de desencuentros con víctimas inocentes. También podría ser un thriller o, estirando el chicle de lo romántico-morboso, un folletín (“salgo con esperma dentro como un baúl cargado para un largo viaje”). Pero no lo es. Perder el juicio es un libro de denuncia. De denuncia social, de denuncia judicial (“todo confiscado, todo incautado, ropa, papeles, el último teléfono y la memoria con los contactos en bolsitas presurizadas”), de denuncia patriarcal, de denuncia política (“A lo lejos la autopista con el tráfico de camiones y la mercadería del Este, ellos se saltean todos los controles hacia la guerra”), de denuncia xenófoba, de denuncia laboral, de denuncia religiosa… 

La maestría de Harwicz no está sólo en la trama, sino también y sobre todo en el lenguaje, en la construcción de las frases, en una sintaxis diabólica que retrata a su protagonista sin pretender encontrar en ningún momento la empatía del lector. Ella, A., narra su historia en dos tiempos que a su vez se multiplican: el tiempo real, el momento presente, el del juicio perdido, los encuentros con sus hijos en el juzgado (“él tiene una hora y media para relajarse, yo una hora y media para ser madre”), las escenas en el supermercado (“les saco fotos, hago vídeos”), frente a la guardería (“una o dos veces trepo a un árbol desde donde veo la reja de la escuela”), en la piscina municipal,  donde los espía-vigila; también el momento del secuestro (“acá voy, una señora madre al volante como las otras con pañuelo y viandas, como las que entran al cole, salen, la frente en alto de cara al gendarme”) y la road-nouvelle (“a nuestra espalda saltan topos y puercoespines tan hambrientos como nosotros. Siento el movimiento de sus patas en la tierra, desconfío de los castores no amaestrados”). Y, alternando con todo ello, el tiempo pasado, las escenas de sus diarios (“el enamoramiento es una fatwa” -si es que son diarios y no esbozos de novela, ya que A. quiere ser escritora-), el desorden cronológico de su matrimonio, sus orígenes (no sólo es extranjera, argentina, es decir, no-francesa, sino especialmente judía, “¿todo su árbol genealógico es israelita? ¿asiste a rituales con barbudos”?), las dificultades para embarazarse (“me sigue pareciendo sospechoso no ser fecundada después de tanto ardor y fuerza de voluntad. ¿Y si me está dando algún químico y por eso su espermatozoide rechaza mi óvulo?”), la asfixiante presencia de unos suegros no-modélicos (que previamente, claro, fueron padres no-modélicos también), los detalles de una relación de pareja agresiva, desmedida, arrebatada, posesiva, salvaje, tóxica (“Mi mano se llena de su esperma, él me lo pasa por la cara, es mucho más romántico que los que tiran ácido”).  

A. navega con dificultades entre pensamientos y acciones (“Cruzo al bar de lisiados, obreros y otras inmundicias de la sociedad, tomo en la barra, cruzo de regreso. Me masturbo sin gusto, por hacer algo como dar vuelta el cilindro de la ruleta rusa”), piensa y “despiensa” (“los tengo conmigo, acá están, tengo euforia, no controlo nada, eso es la euforia, ¿no?, cómo algo se va a controlar”), decide y “desdecide” (“podríamos almorzarnos unos a otros, llegado el caso, es una forma de vida aceptable, comunitaria y hasta moral, morirnos unos en otros”) avanza para retrotraerse y muestra un amor (por sus hijos, por su exmarido) que tiene más de posesión-obsesión-venganza que de incondicionalidad maternal y de mujer enamorada (“lo magnético del amor, el momento de tener a alguien a merced pomo en un bloque operatorio marcadas las zonas con rojo, los genitales al descubierto, el cuerpo enteramente aprovechable para una cisura, un injerto, una ablación”). A. rompe todas las reglas de un sistema que la ha expulsado (que quizás comenzó a expulsarla de pequeña, por los detalles ¿disfuncionales? de su familia de origen, “el cuerpo, lavado sin libido de los veranos de serpientes”) y opta por el juego de la oca de la terribilidad saltando por encima de normas y códigos morales. A. es infantil en la gestión de sus deseos, y nada más peligroso que un adulto que actúa al dictado de sus pulsiones entre pensamientos recurrentes de injusticia y venganza (“cuando el miedo cambia de bando, es lo único verdaderamente justo”). recuerda la violenta relación con su exmarido y con su familia (“bajo el puente donde me rasguñaba, me mordía, lo zarandeaba antes y después de acostar a los recién nacidos”) y su entrecortado discurso le sirve como justificación para sus actos.

A diferencia de Sara Mesa que construye mundos perturbadores alrededor del personaje principal, en Perder el juicio lo perturbador está en el estómago de la protagonista y lo que digiere, deglute y verbaliza (“qué bueno tener hijos para tirarles monedas como la reina en tiempos de la colonia”) provoca en el lector la sensación de incomodidad (adictiva) que me persiguió durante todo el libro (“Todo lo que se dice del amor está mal. Todo lo que entienden o dicen entender, mal. El amor es una compensación, una venganza. El amor son cientos de monos agresivos que saquen a los creyentes en la puerta de un templo budista”). Asistir a los atropellados términos con que A. habla y piensa (“¿Me seguirían hasta el fin del mundo?, ¿qué es el fin del mundo? No puedo educarlos ahora, digan que sí, amar a una madre es como entrar en una secta”) me hacía preguntarme cual es la espita que necesita una persona para incendiarse así (porque, claro, no puedo imaginar tales excesos “de natural”, necesito encontrarles un motivo para poder soportarlo, no vaya a ser que sí que sea posible, de per se, ser-actuar así). Trazas también de Marguerite Duras en los vaivenes del pensamiento de la protagonista, en la radicalidad de sus monólogos, en la rotura de las frases y los párrafos, en la propuesta con que Harwicz aboga por la transmisión del caos más que por una literalidad no exenta de lirismo (“Todo transcurre en el más estricto pudor durante la crecida del mar, ahorcamientos, estrangulaciones”). 

Libro artefacto explosivo en el que la violencia vicaria toma el camino menos transitado, el de la madre respecto a los hijos y el exmarido. Libro espejo de un interior femenino tan psíquicamente enfermo como en descomposición moral. Libro de violencias y agresiones, en casi un todos contra todos, en el que la polisemia del título todo lo arrastra como las borrascas en Saint-Malo. Libro valiente que permite ya no capas sino fallas de lectura, con sus ganchos y estrías, en el que los bloques en colisión no son sólo los de la pareja sino los de la sociedad actual.  

“El amor es un estrago doloroso, una red de pederastas, un escándalo judicial en un tribunal de provincia. El amor es un soborno a la luz del día, una salida de emergencia con candado, pirotecnia lanzada al cielo. El amor es un itinerario fatídico, una cara alterada genéticamente. Lo tiré al río por amor. En nombre del amor hizo lo que hizo. La manoseaba porque la amaba demasiado, no le alcanzaba con ser padre, no le alcanzaba con el amor convencional, pero a nadie le alcanza con el amor convencional. El amor es la indefensión máxima” 


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