El mundo detrás de Dukla, de Andrzej Stasiuk (Acantilado) Traducción de Elzbieta Bortkiewicz, Juan Carlos Vidal | por Juan Jiménez García

Andrzej Stasiuk | El mundo detrás de Dukla

En algún momento decidimos que nuestros recuerdos eran un puñado de historias que conservar, de historias conservadas. Ni tan siquiera debían ser ciertos, ni tan siquiera sabemos cuántos de ellos ocurrieron realmente. Entonces, la historia de nuestra vida es la historia de esas cosas, reales o no. Pero ¿por qué? ¿Por qué nuestros recuerdos no pueden ser sensaciones, sentimientos, colores o, simplemente, una luz determinada, sin nada alrededor de ellos? Andrzej Stasiuk debió pensar algo así y, entonces, escribió un libro como El mundo detrás de Dukla. Dukla era la infancia, el pueblo de la infancia, el espacio donde esta se había desarrollado. Pero lo que a él le interesa es precisamente lo que señala el título: lo que estaba detrás de esa concreción. No contaría la historia de su vida, sino que buscaría la luz de aquellos tiempos. Y escribiría un libro sobre ella.

Quizás, como atribuye a uno de esos fugaces personajes que cruzan sus páginas, Stasiuk simplemente intente dar un sentido a su mundo y eso estaría bien. No cambiar nada, sino poner un poco de orden. No buscar explicaciones sino simplemente poner en su sitio cosas que creía olvidadas o buscar otras que reemplazaran a aquellas perdidas. No hay nada que contar y sí mucho que sentir. Una textura, el color del cielo en un determinado atardecer, el sonido de agua llevada por el río, el tacto de las piedras resbaladizas, el canto seco de los insectos las tardes de verano, el sabor de la nieve, la blandura pegajosa del barro, el balanceo flojo, casi nada, de las cortinas, el viento, las gotas, el reflejo del sol, el zumbido del aire. Lo esponjoso, lo acuoso, lo quemado, lo sobreexpuesto, lo sombrío, la sombra, la tarde. El polvo, el polvo en suspensión. El silencio. El olor a pan recién hecho. Las sábanas. Las almendras puestas a secar. El crujir del viejo baúl. El olor a lavanda. El tacto de las ramas y, entre ellas, las moras, los frutos silvestres.

Jan Švankmajer hablaba de un cine táctil, ese sentido olvidado, ese pariente pobre del resto. El escritor polaco busca una literatura de los sentidos en la que las palabras se puedan tocar o mordisquear y su significado vaya más allá de una definición de diccionario, siempre limitada, siempre insuficiente. Se rebela contra aquello de que de la rosa solo nos quedará el nombre. No, nos quedará todo. Sentiremos las espinas, que se nos clavarán, y sentiremos el fluir de la sangre, bajo ese olor equívoco. El mundo puede ser reducido a la luz por que la luz es lo único que permanece, de algún modo.

Solo cuando Dukla se agote o el narrador se agote, entonces empezarán a desfilar tímidamente esas otras cosas, concretas y sin embargo etéreas, hilos que seguir. Animales: los cangrejos, los pájaros, las golondrinas, las cigüeñas. Los días: el domingo, la fiesta de la primavera, el final de septiembre, los días lluviosos de diciembre. Lo tangible: el río, la lluvia. Lo intangible: el espacio de una habitación, la noche, el cielo, el umbral. Para Stasiuk son cajitas que ir abriendo, cada una con su propia luz, cada una con sus propias sombras, cada unas con sus propias emociones, a las que hay que buscar, trabajosamente, con dedicación de relojero, sus palabras, aquellas que las fijarán sobre el papel. Aún en la certeza de que uno está llamado a fracasar, pero que ese fracaso será bello, conmovedor incluso. De nuevo, iluminación íntima.


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