Distraídos venceremos. Usos y derivas en la escritura autobiográfica, de Andrea Valdés (Jekyll and Jill)   | por Óscar Brox

Andrea Valdés | Distraídos venceremos. Usos y derivas en la escritura autobiográfica

Tengo debilidad por los artistas sin obra o por los que poseen una obra exigua (la de Epicuro, sin ir más lejos, apenas abarca 60 páginas), aquellos cuya obra quedó inacabada o los que se dejaron algo de ellos mismos para acabarla (como Glauber Rocha, que empalmaba trozos de celuloide con su propia saliva). Me lleva a pensar en la experiencia de una intimidad manifestada a través del texto o la imagen, en las que cada palabra está ahí para retratar un aspecto de su identidad. De lo que eran, de lo que pretendían ser o, en definitiva, de lo que no pudieron ser; haciendo bueno aquel precepto del final de la Antigüedad: el sentirse preocupado, inquieto por sí.

Distraídos venceremos reúne a un grupo de autores que tienen en común una forma, casi, única de inscribir sus vidas (o su realidad) en el texto. De tensionar, hasta llevar al límite, la escritura autobiográfica. Los hay conocidos, como Mario Levrero y Rosa Chacel, y los hay que permanecen inéditos en el mundo editorial en castellano, como Carlos y Carlos Sussekind. Andrea Valdés, tras un tiempo de investigación y de curiosidad infinita, los ha recogido con paciencia de entomóloga; preparada para explorar las numerosas heridas que surcan su escritura y lo que aquellos consignaron en cada palabra. El retrato de un padre a través un voluminoso dietario, la evaluación psicológica tras un internamiento forzoso, las secuelas de una agresión con ácido sobre el rostro de la madre o las peculiaridades de una novela que se zambulle en numerosos prolegómenos antes de comenzar.

Valdés construye el libro en forma de collage, a veces como protagonista (con esa persecución periodística sobre María Moreno), a veces cediendo el protagonismo a otra voz (la de Sergio Bizzio cuando entrevista a Héctor Viel Temperley), a veces, también, consignando sus dudas y los avatares que la han llevado a trastear con la escritura de los otros. Cuando se le atraganta la escritura barroca de Sarduy o cuando peina las confesiones de Maura Lopes Cançado, pero también cuando reflexiona sobre esa tríada biográfica que representan la autohistoria, la biomitografía y la escrevivencia. Y uno siente, a cada capítulo, que el libro está vivo; que se agita, resultado de tantas vivencias comprimidas en su breve extensión, y se abre como un ejercicio de literatura expandida. Que nos zarandea de Brasil a la Argentina y de allí a Uruguay, Estados Unidos o Francia, entre la alta y la baja cultura, entre los márgenes de la escritura y aquellos autores que hicieron de sus vidas una forma de rebasarlos.

Bizzio visita a Viel Temperley cuando la enfermedad ya está en sus últimos episodios, con Viel confirmando que el autor de Hospital británico, tras las sesiones de rayos y la trepanación, ya no existe más. O existe, sí, en las esquirlas que conforman su poema. A Levrero también lo ingresan en un hospital británico, sí, pero este en Montevideo, y Baron Biza (uno de los malditos) muere con la publicación de La semilla y el desierto aún caliente. Sarduy construye una obra a partir de sus cicatrices y Carlos Sussekind, al amparo del diario de su padre, coteja eventos y situaciones mientras escribe sobre su enfermedad y se ficciona bajo el nombre de Lamartine. Y eso por no hablar del amor/odio de Carlos Correas hacia Oscar Masotta. O la María Moreno de Black Out, con la evocación de un padre que la conduce, también, a forzar los límites de la biografía y la autoficción. O el Héctor Libertella capaz de narrar su propia agonía en La arquitectura del fantasma.

En todos los casos, Valdés nos traslada hasta unas coordenadas, tal vez, desconocidas. Hacia un atlas de escritores, de autobiografías o de ficciones que añaden una reconsideración del género literario por su carácter tanto inédito como, prácticamente, único. Tan único que, en cierta forma, muere con ellos. Porque este catálogo de autores lo es, asimismo, de malogrados. De marginados, sí, pero también de quienes consignaron en el texto su relación con la norma y las instituciones, la complejidad de sus genealogías familiares o la descomposición de un cuerpo cuyas esquirlas tomaban la forma del verso. En todos estos casos, Valdés no solo acerca esos momentos estelares de una literatura marginal, sino que sabe reflejarlos sin necesidad de embellecerlos. Le bastan la curiosidad y la lectura atenta, trastear con el archivo y con el inmenso acervo cultural que se vive en el cono sur. Y como sucede con Ricardo Piglia o Monterroso, que siempre hacen que leerles valga por dos (Piglia con su lectura de Macedonio Fernández; Monterroso con la de Góngora), leer a Andrea Valdés es descubrir a toda esa generación de escritores perdidos, olvidados o mal leídos. Una generación convertida, asimismo, en el germen de este proceso creativo, de esta investigación, que la autora comparte con nosotros. Que, hasta cierto punto, se convierte en su propia autobiografía lectora. Y que, en definitiva, es también la mejor excusa para correr a leerlos.


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