La paz de las colmenas, de Alice Rivaz (Errata naturae) Traducción de Regina López Muñoz | por Gema Monlleó

Alice Rivaz | La paz de las colmenas

“… cálido suspirar, llantos vertidos,
días de luz en vano amanecidos,
negras noches que en vano se anhelaron”
Sonetos y elegías, Louise Labé 

En 1947 se publicó La paz de las colmenas, la no-novela, tampoco ensayo, libro de diarios no-sé-si-modificados (¿autoficción tal vez?), de Alice Rivaz (1901-1998). Dos años después se publicó El segundo sexo de Simone de Beauvoir. El segundo ha pasado a la historia como una de las obras fundacionales del feminismo. Con el primero, no sé si muy leído en su época, estamos en deuda y, gracias a Errata naturae, podemos leerlo ahora. 

Alice Rivaz, pianista, periodista, funcionaria en la OIT (Organización Internacional del Trabajo), dedicó parte de su trabajo y su obra al análisis y las injusticias sociales derivadas del trabajo, y su obra literaria versa esencialmente sobre la emancipación femenina y las dificultades para conciliar vida familiar y profesional. La paz de las colmenas es el diario de Jeanne Bornard (¿alter ego de Rivaz?), casada ya no felizmente con Philippe, en el que narra tanto las relaciones con sus compañeras de trabajo como sus reflexiones sobre el amor (“no existe un amor capaz de morir una vez nacido, continúa su vida dentro de nosotras. Aunque no lo sepamos”), el matrimonio (“cuanto más se infla la palabra matrimonio, cuanto más se dilata, más mengua el término amor”) y los hombres (“ellos tienen otras cosas en las que pensar, otros juegos: el vino, las guerras, la pesca con caña, los negocios, la espantosa caza, la política, el arte, el servicio militar”).   

Jeanne, en sus diarios, oscila entre su yo individual y el nosotras plural para referirse a todas las mujeres. Ella ya no quiere a Philippe (el amor es un fuego apagado por las dos partes tras el que “no tenemos ya nada que hacer juntos”), al que, sin embargo, debe (tal es la educación recibida) obediencia más que amor, y él encarna a los hombres que, al margen del amor, no saben ser compañeros (“en ocasiones me pregunto qué tenemos nosotras en común con semejantes insensatos”). Mujeres que cuando se reúnen hablan del amor (“¿acaso no es el único tema que tratamos todas en cuanto nos quedamos a solas?”) y que suponen que los hombres conversan “sobre dinero, política, ciencia, negocios, servicio militar”. Mujeres que rivalizan por los hombres pero no pelean por ellos (“Sólo he sentido una estrecha solidaridad, una tierna complicidad, algo turbada, hacia las mujeres que en ciertas épocas de mi vida han sido lo que de forma superficial y errada se da en llamar rivales”), que padecen la obligación de merecer no tanto al hombre como tal sino al amor que de ellos reciben (“que nos justifica y justifica así mismo el que nosotras nos profesamos, no individualmente sino indisolublemente en cuanto que mujeres”), en una búsqueda que va más allá del otro, que tal vez donde pretende llegar es al fondo de una misma. Jeanne sabe y acepta, entre la resignación y la maldición determinista que “nuestro espejo verdadero es la mirada, los gestos del otro, sus palabras, sus súplicas, sus himnos o condenas” y se reafirma en la que quizás es una de las apuestas más claras del libro: este es el mundo, yo no lo he escogido ni creado, pero estoy aquí y le planto cara: “No se puede vivir sin jugarse la vida. Quedarse fuera del juego equivale a ser un muerto entre los vivos”. 

Existencialista a ratos (“¿estamos más cerca de nuestro verdadero yo en el punto más alto de nosotras mismas, o todo lo contrario, en el más bajo?”), confrontándose con el espejo de su juventud (“esperábamos mucho del amor, y poca cosa del matrimonio. Nos parecía tener derecho a lo primero, lo esperábamos todo de lo primero. El matrimonio no era más que una bufonada”) y reivindicando la habitación propia sin explicitarla, tanto en su boca como en la de sus amigas, decorándola de soledad (“Estar sola…sola… ¡Sola de una vez por todas! He dejado de ser yo misma, necesito recuperarme”). Jeanne desea la soledad, desea llegar a casa tras el trabajo y no entregarse forzosamente a las tareas domésticas mientras su marido come, bebe, ensucia, fuma, lee, dormita… Espera los viajes de Philippe para disfrutar de su espacio (“sola, recobro poderes que había perdido al dejar de estarlo”) y su tiempo, para escribir(se), reflexionar, analizar… y para terminar cuanto antes las tares que él le ha “regalado” en su ausencia: calcetines para zurcir, botones para coser, chaqueta para forrar… No sé si Rivaz incide en los tópicos para hacerlos más visibles o si el tópico es una visión de hoy sobre un mundo de ayer que, ¡oh sorpresa!, en muchos casos sigue replicando el tópico. Para Jeanne la soledad es la verdadera fuente del conocimiento (“Al no estar centradas en el compañero cotidiano como lo estamos nosotras, las mujeres solas pueden examinar mejor que nosotras, con total objetividad, lo que les sucede tanto a ellas mismas como a los demás”), ¿quiere decir Rivaz que una mujer soltera es una mujer más sabia? La respuesta es ambigua, quizás una mujer soltera puede ser una mujer más sabia pero, a su vez, una mujer sola, una mujer sabia “lo habría dado todo y habría accedido a sufrir como sufren las mujeres que aman, como ella cree que ha sufrido, para sentirse también ella dotada de esa facultad”. Rivaz no elude las contradicciones en la voz de Jeanne ya que, pese a las tesis que el libro contiene, no construye verdades monolíticas sino que las viste de preguntas. 

La consecuencia-destino del binomio maldito (amor vs matrimonio) es una casi-esclavitud que una empieza a comprender más tarde (“Lo que sucede es que éramos enamoradas y ellos nos convirtieron en amas de casa, en cocineras… Eso es lo que nos resistimos a perdonarles”) y que encuentra la única vía de escape posible en el trabajo creando entonces otro binomio diabólico: el de la ama de casa trabajadora (“Así, por las mañanas tengo manos de ama de casa y por las tardes de mecanógrafa. Manos manchadas, en todo caso, sucias de polvo o de papel carbón”). La trascendencia histórica de los trabajos de unas y otros, la injusticia social del sometimiento vs reconocimiento también encuentra eco en Rivaz (“Bajo el firmamento hay millones de mujeres que jamás conocen un momento de tranquilidad (…) Esa efervescencia latente, que no vemos, de la que ningún periódico habla. Porque son los hombres quienes hacen las revoluciones, y cuando las mujeres los asisten en tan noble designio no obran en su propio interés”) y sólo es la sororidad femenina la que apacigua su enfado (“lo que me gusta de la oficina, y también me habría gustado en una fábrica, en una tienda, es el contacto con otras mujeres (…) esa camaradería cordial, ese entendimiento a base de medias palabras”).  

En La paz de las colmenas Rivaz no mira sólo a los hombres desde los ojos de Jeanne, también se mira a sí misma desde la impiedad y la renuncia implícita a ninguna expiación (“vivo esta vida en un estadio de rebelión, abrumada de apetitos, de necesidades, de nostalgias, consciente en grado sumo de mi insatisfacción”) mientras no sea capaz de alejarse de la sumisión, el resentimiento y “el conformismo femenino”. Pese a ello hay un cierto sentido del humor en las reflexiones de Jeanne (“¿no os parece que tenemos derecho a otras plagas, a cambiar de plagas?”) quien llega a plantearse una huelga de cuidados (“que se hicieran solos la camita, la comidita, la colada y hasta se plancharan su ropa”) que, aunque no apunta a la huelga sexual de Lisístrata (Aristófanes, 411 aC), podría cambiar el rumbo de la Historia (con mayúsculas, sic). 

Jeanne, mujer-esposa, mujer-no-madre (en consensuada decisión con Philippe), mujer-ama-de-casa, mujer-amiga, mujer-trabajadora, mujer-compañera, mujer-casi-Ofelia (“Me siento un poco como un alga; floto. Pero un alga se aferra en el agua a otras algas, mientras que yo parezco no aferrarme ya a nada. Tan flotante, tan libre como una ahogada”), alza la voz en su diario y pinta no sólo su realidad sino que es espejo de una época, de unos comportamientos, de unos roles (los de ellos y los de ellas) aprehendidos y, desde la falta de alternativas, aceptados. Me gustaría afirmar que La paz de las colmenas es un libro reflejo sólo de aquel entonces pero, pese a las sucesivas olas feministas que se han producido desde aquel momento, las palabras de Rivaz (“hermana de feminismo” según Annie Ernaux) siguen todavía de plena actualidad.  


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