Fortuna, de Hernán Díaz (Anagrama) Traducción de Javier Calvo | por Gema Monlleó

Hernán Díaz | Fortuna

“El vaso de la mesa tiene algo milagroso y triste. Agua obligada a someterse a la disciplina de un cilindro vertical. El espectáculo deprimente de nuestro triunfo sobre los elementos” 

Fortuna, Hernán Díaz 

No puedo comenzar a escribir sobre Fortuna (Hernán Díaz, Buenos Aires 1973) sin repetir una vez más lo que no me he cansado de decir una vez y otra mientras leía la novela: “Déjenlo todo, nuevamente. Láncense a Fortuna” (parafraseando el láncense a los caminos bolañiano). Si hay un libro con el que disfrutar por la historia y la trama y con el que extasiarse a nivel literario es este. Lo sé, todo esto parece una de esas molestas fajas promocionales pero en absoluto lo es. Es un consejo lanzado al aire porque pocas veces me encuentro ante un regalo como este. Gracias, Hernán Díaz. Gracias, Anagrama. 

Intento contener mi entusiasmo y escribir desde la (mi) racionalidad pura. 

Es difícil escribir sobre Fortuna (premiada con el premio Pulitzer de 2023) sin desvelar nada que no deba desvelarse. Es difícil porque, en modo “reseñista”, lo primero a destacar es la estructura de la novela. Y justamente la estructura lleva implícita todos los secretos que no se deben contar. Quizás puedo apuntar que hay varios regalos metaliterarios (¿metaficcionales?) en Fortuna. Quizás puedo utilizar la manida expresión henryjamesiana de la vuelta de tuerca (no sólo una, varias). Quizás puedo calificar el texto de novela experimental (sin explicitar nada más). Quizás puedo confesar que, jugando a la numerología laberíntica, el número clave es el 263 (“he oído como le encajaban todas las piezas en la cabeza mientras se lo explicaba”, escribe Díaz en un pasaje del libro; ¿escuchó también las mías mientras leía esa página?). Concretando un poco más: Fortuna es la suma de cuatro manuscritos escritos por cuatro personas distintas. Todos explican partes de la misma historia. Todos cuentan su verdad. Todos son piezas de un mismo puzle (de la misma Criatura de Díaz-Frankenstein) que, cuando terminamos de componer, tiene todavía partes “difusas”. ¿Quizás Díaz quiere decirnos que nunca hay una única verdad en una suma de verdades? Tres de los manuscritos son biográficos. Uno de los manuscritos es novelesco. ¿Hay más ficción en la novela que en las biografías? Sin ceñirme a Fortuna la respuesta es claramente no.  

Lugar y momento. Nueva York, años veinte. Nueva York, ciudad mítica (“Aunque esta es la capital del futuro, sus habitantes son nostálgicos por naturaleza. Cada generación tiene su propia idea de lo que era “la antigua Nueva York” y asegura ser su legítima heredera”), cuna del capital(ismo) en plena explosión urbanística (“Como canoas fantásticas, las vigas de acero surcaban el cielo colgando de cables invisibles. Más abajo, sus sombras magnificadas se deslizaban por las calles, haciendo que algunos transeúntes confusos levantaran la vista para mirar aquel breve eclipse”). Nueva York, capital financiera de un país (“el negocio de América son los negocios”, según el presidente Coolidge) que recoge el legado del crecimiento empresarial tras la ruina europea post primera Guerra Mundial (“Después de que el Viejo Mundo se llevara a sí mismo al borde de la destrucción, quedó claro que el futuro pertenecía a América”). 

Y en Nueva York, él. El poderoso. El rico que se enriquece con sus inversiones. El matemático capaz de “profetizar” los movimientos de la bolsa. El rey del ticker. El casi-alexitímico. El demiurgo del crac del 29. El egocéntrico sin disimulo. El asceta de la mansión junto a Hyde Park. El huérfano de padres y carente de hijos. El solitario que siente la obligación de casarse “para no llamar la atención”. El autista social (“casi todo lo que pasaba en Nueva York lo vivía a través de la prensa, y, sobre todo, a través de la cinta de cotizaciones”). El de la adicción al trabajo antes de que tal término existiese. El del placer por la acumulación y la compra indiscriminada de empresas (minería, siderurgia, aviación, municiones, industria química y farmacéutica…, what else?). El amoral. El de un único credo: la economía. El de una única acción: torcer y alinear las leyes del mercado en beneficio propio. 

“Hasta la última de nuestras acciones está gobernada por las leyes de la economía. Cuando nos despertamos por la mañana estamos intercambiando descanso por beneficios. Cuando nos acostamos por las noches renunciamos a unas horas potencialmente provechosas para renovar nuestras fuerzas. Y a lo largo de nuestra jornada emprendemos incontables transacciones. Cada vez que encontramos la forma de minimizar nuestros esfuerzos e incrementar nuestras ganancias, estamos efectuando un acuerdo comercial, aunque sea con nosotros mismos.” 

Y con él, ella. La inteligentísima. La discreta. La resignada. La de la memoria prodigiosa. La cortés. La solitaria. La monosilábica. La del padre que enloquece y la madre que aspira a un matrimonio como dádiva familiar. La filántropa. La insomne. La enferma. La espectral. La (¿)mística(?). La de las sombras (“Entro y salgo del sueño. Como una aguja que sale de una tela negra y desaparece de nuevo. Sin enhebrar”). 

Ellos, los de “les mil veus”. Los protagonistas de los cuatro manuscritos. Los poliédricos, los multi faz. Ellos desde diferentes narradores, ¿todos fiables? (pista: no debemos olvidar que el título original de Fortuna es Trust, polisémica palabra entre la confianza y el acuerdo financiero). Ellos protagonistas, por convicción y a su pesar, ejecutores y víctimas, de los diferentes capítulos de unas vidas marcadas por y para el dinero. 

Y es que, pese a la supuesta “higiene” del dinero (“consideraba el capital un ser vivo de existencia aséptica. Se mueve, come, crece, se reproduce, enferma y puede morir. Pero es limpio”), los protagonistas se tintan con él al igual que el impresor anarquista con sus tipos móviles en el tercer manuscrito. El dinero tinta sus vidas y, ante la casi ausencia de sueños y deseos, tinta también sus pesadillas. El dinero como Taenia Solium, devorando interiores con el mismo sinescrupulismo con el que se amasan fortunas en momentos de bonanza y, sobre todo, de crisis (“En general preferimos creer que somos los sujetos activos de nuestras victorias pero solo los sujetos pasivos de nuestras derrotas. Triunfamos, pero no somos realmente nosotros quienes fracasamos: nos arruinan unas fuerzas que están fuera de nuestro control”). El dinero, dios omnipotente, omnipresente e infinito que tanto sacia como exige. Y es que como en el casino, la banca siempre gana, y el dinero en Fortuna es el vencedor unánime de todas las batallas. 

“Le fascinaban las contorsiones del dinero: que se lo pudiera obligar a doblarse sobre sí mismo para forzarlo a comerse su propio cuerpo. La naturaleza aislada y autosuficiente de la especulación apelaba a su carácter y constituía motivo de asombro y un fin en sí mismo, con independencia de lo que representaran o le proporcionaran sus ganancias.” 

En Fortuna el cinismo va implícitamente ligado al enriquecimiento. Díaz, a diferencia de lo que suele suceder en las biografías de los self-made man, no blanquea hechos ni momentos y pone en boca del rico-riquísimo toda suerte de autojustificaciones que cuanto más explícitas son más ridículas nos parecen (“el interés propio, si se encauzaba correctamente, no tenía por qué estar divorciado del bien común, tal como demostraban de forma elocuente todas las transacciones que había llevado a cabo en su vida”). Él, el héroe (¿villano?) casi absoluto de la novela, el magnate, el infalible, el prohombre (¿hay algo más estadounidensemente idiosincrático que situar al dinero como el dios al que orar?: “sus estrategias eran un ejemplo de la elegancia matemática más rigurosa, una forma impersonal de belleza”), establece las reglas de su juego, las modifica cuando le es preciso y pretende incluso que el país se pliegue a ellas cuando quiere intervenir en las regulaciones del mercado escudándose en una falsa bonhomía para rescatar al país de la bancarrota tras el crac del 29 (“La prosperidad de una nación se basa en una simple multitud de intereses propios que se alinean hasta acercarse a eso que se conoce como el bien común. Si se consigue que los suficientes individuos egoístas converjan y actúen en la misma dirección, el resultado se parecerá mucho a una voluntad colectiva o a una causa común”). Sin pretender convertir la novela en un relato de denuncia de los engranajes de Wall Street, los tejemanejes económico-empresariales abandonan la narración épica cuando se contrastan en los diferentes manuscritos de que se compone el libro. 

Sutil pero persistente es la reivindicación femenina que hace Díaz en la novela. No ahondo en el tema, no desvelo lo “indesvelable”, pero la mordaza social y familiar de las mujeres en la época retratada (¿podemos considerar misoginia que hasta 1975 no se admitiese a ninguna mujer en la Bolsa de Nueva York?) cae y ellas obtienen sus victorias más allá de lo “visible”. Y ya. Silencio. 

“Todos aspiramos a una mayor riqueza. La razón de esto es simple y se puede encontrar en la ciencia. Como en la naturaleza no hay nada que sea estable, es imposible limitarse a conservar lo que uno tiene. Igual que el resto de las criaturas vivas, o prosperamos o morimos. Es la ley fundamental que gobierna todo el ámbito de la vida.” 

Traiciones, venganza, celos (en la más alta aristocracia, celos aparentemente civilizados, en el Little Italy, celos perversos), miserias emocionales, falta de escrúpulos, individualismo, miedo al abandono, orgullo de estirpe, deseo de intelectualidad, la filantropía como posibilidad expiatoria (imposible no pensar en la dinastía Sackler –El imperio del dolor, Patrick Radden Keefe), salud mental… Y, sobre todo, control de los hechos, esa necesidad persistente de alinear la realidad, algo que sólo puede hacerse desde el poder, desde el dinero, desde lo alto de un vértice capaz de crear y extender versiones de acontecimientos y gestas según su propia conveniencia, más allá de las elecciones y omisiones que lleven implícitas. Y es que esta no es una novela sobre millonarios y sus excentricidades (llámense Jay Gatsby o Patrick Bateman) sino sobre las gélidas y silentes liaisons dangereuses que el dinero provoca (“cuanto más cerca se está de una fuente de poder, más tranquilidad reina. La autoridad y el dinero se rodean de calma, y se puede medir el alcance de la influencia de una persona por la intensidad del silencio que la rodea”). 

Díaz, cual médium, propone una sucesión de relatos unívocos en su individualidad que convierten Fortuna en una polifonía desde la que el autor explora su propia voz en cuatro registros distintos (esa suma de relatos desde la que los personajes se cuentan y son contados). Los manuscritos conforman una arquitectura formal tectónica para una novela de trama sorprendente e imprevisible y de lectura fluida que la convierte, para mí, es uno de los grandes libros de este año. Llevamos años escuchando la expresión “la gran novela americana” y yo me pregunto: ¿es posible que la gran novela americana la haya escrito un argentino?. 

Coda 1: Hernán Díaz es autor del ensayo Borges, Between History and Eternity, de quien afirma que aprendió “cierta irreverencia feliz ante las jerarquías literarias”. Leída Fortuna me planteo si no hubiese podido, parafraseando al maestro, titularse “Otras ficciones”. 

Coda 2: Me pregunto si el título Siete cuentos de la escritora Ida Partenza (tercer manuscrito, no digo más) es un velado homenaje a los Siete cuentos góticos de Karen Blixen. Sumando admiraciones literarias quiero creer que sí. 

Coda 3: Fortuna está en proceso de adaptación como serie televisiva para la cadena HBO con Kate Winslet como actriz protagonista. 

Coda 4: Si habéis llegado hasta aquí, ¡leedla! 


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