La mordaza, de Alfonso Sastre (Pepitas) | por Juan Jiménez García

Alfonso Sastre | La mordaza

Tras cuatro obras prohibidas por la censura, Alfonso Sastre probó a trasladar su siguiente obra al mundo rural y, además, trasladarla a otro país. En concreto a la Francia tras la ocupación nazi, acabada la guerra. Era su manera de poder protestar contra la situación en España y que esta protesta llegara de algún modo a poder representarse, como así fue. Qué duda cabe que el texto está lleno de referencias trasladables a aquellos años cincuenta nacionales, pero ese distanciamiento supero los obstáculos contra los que habían caído esas obras anteriores. Vivimos amordazados. No somos felices. Este silencio nos agobia. Estas palabras pronunciadas, contenían el fondo de La mordaza. Es difícil no trasladar el ambiente de opresión que encontramos en la familia de Isaías Kappo al ambiente de opresión bajo el que se vivía en el país. El miedo, el miedo como elemento cohesionador de ese silencio, de ese callarse como mal menor, como supervivencia a una violencia que aún sin manifestarse, está latente. Como lo están las crueldades del pasado, los excesos (si se puede hablar de excesos) de la guerra, las preguntas (la impunidad del asesinato en tiempos de conflicto, frente a ese mismo asesinato en tiempos de paz). 

Aunque la acción discurre en Francia (aunque una Francia nunca citada y desdibujada) y se habla de resistencia y de ocupación, de colaboracionismo, pocas cosas podemos encontrar que no nos remitan a alguna aldea rural, a algún pueblo perdido de aquella España. Esos paisajes de tragedia, pobres hervideros de pasiones primigenias. A Isaías Kappo le ha ido bien. Ha trabajado como una bestia y como una bestia ha vivido. Bajo su fuerte personalidad, bajo sus excesos, bajo el grosor de sus palabras, están sus tres hijos, Juan (casado con Luisa, sobre la que el padre tiene pretensiones), Teo (el más atormentado de ellos) y Jandro (el joven, capaz aún de creer en las bondades del patriarca). También está la mujer, Antonia, casi ciega, confiando solo en Dios y una justicia que tiene que ir más allá de los hombres o, mejor, más allá de la vida que ha vivido. Y luego está el silencio. El silencio ante los gruesos reproches del padre, para el que nada es suficiente, para el que ninguno vale nada, para el que los tiempos pasados siempre serán mejores, unos tiempos en los que fue, un tiempo para los fuertes, en el que las crueldades del presente no eran más que justicia o supervivencia. Pero incluso ese miedo, ese ambiente opresivo, angustioso, puede agrietarse. Y ni tan siquiera por una voluntad de resistencia (y esto no deja de tener algo de terrible) sino por agotamiento emocional.  

Alfonso Sastre parece decirnos que nada es eterno y que incluso bajo el terror, la necesidad de respirar, de tomar aire, permanece y va germinando. La esperanza como subversión. La necesidad de romper el silencio, ese silencio que sostiene tiranías. Que el miedo no puede mantener esas mordazas eternamente, ese morir cada día en un silencio exterminador. Y La mordaza, con esa calidad de dramaturgo que ya tenía desde sus primeras obras, es no solo una obra de una angustia psicológica, de un ambiente pesado, de verano pesado, de tormenta cercana, sino también una alegoría sobre la necesaria libertad. Y sobre la paz, también interior, que no llega con el final de una guerra, con una aparente normalización, sino con el descanso de aquellos que recuperan el descanso de lo justo. Pero eso, en este país, tardaría mucho en llegar. Otro Isaías Kappo tardaría mucho más en desaparecer, mientras la familia, el hombre de la calle, moría calladamente o en las prisiones. 


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