Química para mosquitos, de Aleksandra Lun (Galaxia Gutenberg) | por Gema Monlleó

Aleksandra Lun | Bacon sin Bacon

“Sapore di sale, sapore di mare
un gusto un po’amaro di cose perdute
di cose lasciate lontano da noi
dove il mondo è diverso, diverso da qui”
Sapore Di Sale, Gino Paoli 

La historia de Química para mosquitos (Aleksandra Lun, Gliwice, 1979) es la historia de una extrañeza. La extrañeza de la visión infantil sobre un mundo difícilmente comprensible. La extrañeza de unos recuerdos que no se sabe de dónde prenden. La extrañeza de un pasado blanco y en suspensión. La extrañeza de un mosquito atrapado en un cristal y de una niña confinada en los márgenes de su infancia. 

¿Es posible el realismo mágico tras el telón de acero? Sí, leyendo Química para mosquitos la respuesta es sí. 

“Al nacer, todos tomamos prestados unos átomos. Al morir, los devolvemos. Nuestros átomos quedan libres para crear algo o a alguien distinto. Para contar una historia diferente”. 

Una niña, sin nombre, narra su historia. Una niña que casi muere de muerte súbita (“Un día, a los pocos meses de nacer, dejas de respirar y un vecino, borracho, te salva la vida”). Una niña que cada invierno se ahoga, mes a mes, en sus anginas. Una niña con un brazo extrañamente largo. ¿Una niña a la que empieza a crecerle un ala? Una niña hija de dos químicos trabajadores en una planta química (¿nuclear?). Una niña clavada al suelo por la gravedad y añorando la ingravidez del pasado (“el planeta rota en silencio, sus océanos parecen observarte”). Una niña obsesionada por las escaleras mecánicas, esas que en aquel entonces comunista siempre están paradas. Una niña hija de la economía planificada, sin chaqueta de invierno, en una sociedad en la que “los objetos cotidianos están congelados en su campo de posibilidades”. Una niña daltónica que ve grises los globos de helio rojos, que no asocia color a su bandera. Una niña que oscila entre las cartillas de racionamiento de la ciudad y los veranos en la matriarcal granja de la abuela (aunque en Química para mosquitos la, también, extrañeza familiar se hace patente en la denominación de los adultos: pseudomadre, pseudopadre, pseudoabuela). Una niña que tararea Sapore di sale, sapore de mare, aunque no entienda el idioma, pero sí la cadencia. Una niña en un mundo, de momento, sin escaparates, aunque sí con tentaciones en forma de cacao o de rotuladores de colores alemanes. Una niña con la sangre amarilla, como el ámbar. Una niña acostumbrada al paisaje de las torres de refrigeración de las centrales nucleares. Una niña en un sanatorio para problemas respiratorios que más se parece a una cárcel de niños (“os envuelven a todos en el mismo tejido, como unas momias sin sarcófago propio”) que a los míticos Berghof (La montaña mágica, Thomas Mann) o Caubet (El mar, Blai Bonet). Una niña para quien la política (¿el peligro?) es un señor con gafas en la televisión a la hora de los diez minutos de dibujos animados diarios. “En casa, el suelo a veces cede unos milímetros, como si el bloque de pisos de diez plantas cambiara de pie”: una niña que vive las “levitaciones colectivas” que se sienten en la superficie tras las explosiones de rocas en las minas cercanas como un déjà vu, como el recuerdo de aquella nave blanca (“En la nave todas las dimensiones estaban unidas. Nadie estaba separado de nadie”) que va deshaciéndose en su memoria. 

“El canto de los insectos es distinto del canto de los pájaros. Los pájaros describen imágenes concretas, escenas recientes, impresiones veloces. Los insectos siguen una narración más compleja. Cuentan historias, sagas, odiseas”.   

Química para mosquitos huele a radioactividad, abandono, fantasía, silencio y a la violencia de la uniformidad. La tabla periódica de Mendeléyev es un amuleto que da a la protagonista la seguridad de un patrón, incluso en sus espacios vacíos (¿o sobre todo por sus espacios vacíos?). La invasión de enfermedades en los pulmones es futo de la extracción masiva en las minas y del florecimiento químico-industrial (“Los montículos de escombros de la extracción del carbón parecen unas esfinges vigilando una ciudad de provincias”). La soledad es el continuado abandono familiar de unos pseudopadres que nunca quisieron tener hijos (“la mejor época de su matrimonio fueron los cuatro meses que la niña pasó en aquel lugar en la montaña”). La fantasía es un recuerdo, o una ensoñación, o una letanía como un piar de pájaros (“Las gaviotas flotan en el aire. En la nave los hilos de tiempo flotaban como esas gaviotas. Sostenían el espacio creando una malla protectora que os mecía a todos. El pasado estaba unido al futuro”) y el espejismo de la libertad es una tormenta de verano en la granja de la abuela. En Química para mosquitos los accidentes en las minas son frecuentes y, a diferencia de en Citizen Saint (Tinatin Kajrishvili, 2023), no hay religión a la que aferrarse, sólo un estado supuestamente protector, supuestamente transparente con sus ciudadanos (que silencia accidentes como el de Chernóbil -imposible no recordar el coro de Voces de Chernóbil de Svetlana Aleksiévich-), que anula la individualidad sometiendo a niños y adultos en pos de una supuesta seguridad, aunque esta sólo se soporte envuelta en vodka. Un estado que mira, en sus personajes, al de Corea del Norte, donde Sapore di sale, sapore di mare también suena en las ondas radiofónicas. ¿Puede una canción ser un mensaje codificado en un universo cuántico? ¿Pueden las escaleras mecánicas de todas las ciudades de un país ponerse en marcha tras los compases de una melodía? 

“En la huerta le gusta enrollarse las lombrices de tierra en los dedos. Las luce como si fueran un anillo. “Un anillo de eternidad”, dice y ríe con esa risa extraña”. 

En Química para mosquitos, desde la voz de la niña protagonista, el devenir histórico y social de la caída del comunismo se mezcla con las heridas familiares, con la necesidad de pertenencia y genealogía, en un relato intimista, inocente y, pese a la dureza de muchas situaciones, feliz. Y es que la inocencia de la infancia hace que el relato gravite, con su lírica sensorial y su normalización de la extrañeza, en el realismo mágico desde el título mismo de la novela. Un título que esconde un secreto que va sugiriéndose de manera tenue durante la historia y que queda atrapado en nuestras retinas de ámbar en las páginas finales (“Aquí el tiempo os sujeta a una vida concreta, a un lugar concreto, a una edad concreta. Cumple la misma función que la gravedad: impedir movimiento”). 


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