Los cuadernos de Fritz Kocher, de Robert Walser (Pre-Textos) Traducción de Violeta Pérez y Eduardo Gil Bera | por Juan Jiménez García
Aunque sea una característica física que los hace incluso especiales, incluso únicos, nunca como hasta ahora había sentido la ligereza, la ausencia de peso, de un libro de Pre-Textos. Esa sensación de que, como un pájaro en vuelo, si dejáramos ir el libro, no caería. Se quedaría suspendido, ahí. Si hasta este momento no se había hecho tan obvio lo obvio, ¿será que la escritura también tiene un peso y que, este, en Los cuadernos de Fritz Kocher es ninguno? Puede ser que Robert Walser, en esta obra primeriza, encontrara ya el secreto de la fabricación de Pre-Textos, y él también lograra reducir a cero el peso de su escritura. Convertirla en algo etéreo, disfrazada de ejercicios de escritura, de redacciones escolares de un niño. Ese no parecer estar contando nada para ir dejando en nosotros, lectores, un cúmulo de sensaciones, pensamientos a vuela pluma, que parecen fruto de la ingenuidad de ese ficticio escribidor y que son, en realidad, el trabajo de un escritor que, empezando, ya está ahí. Walser había comenzado escribiendo poemas, y estos textos se fueron publicando en la edición dominical de Der Bund. El escritor suizo está en sus veintipocos años, pero en ellos ya podemos encontrar un gusto por la brevedad y también un gusto por la miniatura.
Los cuadernos de Fritz Kocher realmente tienen dos partes diferenciadas. Su hermano, cuando aquellos textos publicados fueron a aparecer en libro, le recomendó añadir tres, más extensos y diferentes en forma a los cuadernos propiamente dichos, aunque compartían un cierto aire de familia. Como si el alumno Kocher se hubiera hecho mayor y se hubiera puesto de desarrollar algunas de aquellas ideas infantiles (pero en las que ya latía un algo de humanidad; humanidad y naturaleza). A través, decía, de la forma de unas redacciones escolares, en las que un niño va descubriendo su relación con el mundo y el lugar que las cosas o los sentimientos ocupan en el mundo, ya sea la amistad, la pobreza, la cortesía o la imaginación, o la ciudad, la feria, la música,… En los textos añadidos aparecerán tres figuras que materializan lo que aquellos contenían: el oficinista (un oficio compartido por Walser), la pintura (como acto creativo) o el bosque (de nuevo, la naturaleza, como algo superior que nos precedió y nos sucederá). Curiosamente, en el prólogo, el escritor mata a su joven escritor, como si tuviera que morir la inocencia, como desaparece la infancia. Quedar ahí encerrada en esos pensamientos ingenuos pero ciertos, que solo después, mucho después, empezamos a intuir ciertos. Buena parte de las mayores verdades que hemos escuchado, se las hemos escuchado a niños, a esos niños que aún se interrogan, sin mayor intención, sobre las cosas del mundo, un mundo en el que todo es nuevo, todo acaba de aparecer, todo está por descubrir, por darle un sentido (ese pecado original, porque el que la búsqueda de sentido acaba con el misterio, haciéndonos abandonar la sustancia propia de la niñez y que debería ser la sustancia propia del hombre). Walser escribe y nos pregunta. Se hace preguntas y con ellas, nos va dejando migas de pan que seguir en ese camino que va recorriendo, con una férrea voluntad de ligereza. Era, pues, un extraño escritor en alemán. Pero si la ausencia de peso nos ayuda a entender un poco más el contenido del libro, hay una fotografía de Robert Walser de la época de estos cuadernos. En ella nos parece aún más joven de lo que es, algo despeinado, algo ojeroso, algo inclinado, más adolescente que joven, más niño que adolescente. Uno de tantos más enigmas que rodearon su vida, en la que, él sí, logró conservar todos los misterios y ser misterio mismo.