Ocho, de Amy Fusselman (Chai) Traducción de Virginia Higa | por Óscar Brox
Si algo llama poderosamente la atención de un libro como Ocho es su estilo. Comienza a ser habitual hablar de la frontera cada vez más difusa entre ensayo y narrativa, especialmente en autoras como Maggie Nelson u Olivia Laing, que cruzan de una punta a otra los géneros, los llenan de anotaciones, de ideas y comentarios, de fragmentos de vida, mientras reclaman para sí otra forma de explicar y decir las cosas. De empatía, como aquella colección de textos de Leslie Jamison, para revisar, reflexionar y, en suma, escribir aquellos aspectos más elementales pero no por ello menos profundos que forman parte de ese magma vital.
Tal vez con Amy Fusselman la dificultad inicial estriba en conseguir conectar su meticulosa exploración de la intimidad con esa propuesta formal contra la que, de buenas a primeras, choca el lector. Pero, ¿es eso cierto? Digamos que uno advierte cierto barullo, pensamientos proyectados sobre el papel que exteriorizan una voz interior. Privada. Sin embargo, si es en verdad barullo, se trata de uno bien organizado porque, sin necesidad de poner orden alguno, Fusselman nos introduce en un ritmo, en una cadencia, que cada vez nos es más familiar. Podría sonar a diario o a confesión, a notas en busca de una forma literaria, pero es que efectivamente ahí está ya su forma literaria. En el trabajo concienzudo de su autora a la hora de moldear una suerte de inmediatez emocional; de conseguir que ese primer pensamiento estalle en la página y extienda su onda expansiva al resto del texto.
Con Ocho sucede que arranca, casi, como un diálogo entre textos. De un lado, algo parecido al pasaje de la vida cotidiana de su autora, centrado en sus intentos por ser madre; del otro, fragmentos del diario del padre en su época de marino. El contraste es especialmente delicado cuando nos enteramos de la muerte del último y de que, prácticamente, esos pocos cuadernos son lo que queda de aquel. Hacer que hablen, construirlos como un texto, es lo más cercano a construir una voz. A ponerse en ese lugar especial, que de alguna forma es lo que parece pedirnos este tipo de escritura. Primero, la complicidad; más adelante, la empatía.
Lo que sucede es que Fusselman cierra esa primera parte para abrir otra en la que, además de la muerte del padre y la realización de la maternidad, lo que sobrevuela es el fantasma del abuso sexual durante su infancia. De nuevo, si algo destaca en la escritura de Ocho es la capacidad de su autora para amalgamar diferentes estados emocionales en una misma página, en ese frenético correr de ideas y pasajes en el que sumerge al lector. En cierto modo, se podría decir que así es como responde la vida, como un cúmulo de muchas cosas y muchas sensaciones que se suceden sin demasiado orden y concierto; que, a menudo, se enroscan y repiten con insistencia, quizá porque necesitan una mejor explicación o, simplemente, porque no nos las podemos quitar de la cabeza. Y diría que Fusselman triunfa a la hora de plasmar estéticamente ese aspecto psicológico. Cuenta lo cotidiano desde una transparencia prácticamente impúdica. Pero, si el lector presta un poco de atención, se percata de que esto último responde a una elaboración esforzadísima; una manera de desnudar el interior con el objetivo no tanto de llevar a cabo un exorcismo vital o de hacer hablar al pasado. Más bien, de preguntarnos cómo debe ser una persona. Cómo se habla, o cómo se escribe, de uno mismo y, sobre todo, cómo nos afecta ese tipo de trabajo literario.
En Ocho hay espacio para lo literario y lo popular, ya sea a través de anécdotas más bien mundanas con Adam Horovitz o Angus Young, y también para esa especie de vagabundeo literario en el que nada parece suceder. La escritura de Fusselman me recuerda en numerosos aspectos a la novela Panthers y Museo del fuego, de Jen Craig, no tanto por lo terapéutico que pueda emanar de ese desnudo emocional de su autora, sino porque también creo que se trata de una obra en construcción. De un libro que en verdad no tiene una forma definitiva porque su naturaleza es la del retazo, el fragmento, el pensamiento como unidad de sentido, y podría leerse picoteando un poco de cada página o volviendo febrilmente sobre algunos de los pasajes sin que por ello afectase dramáticamente a su construcción formal. Dicho así, Fusselman es implacable con todo, no importa de lo que hable. De lo que evoque o invente. Su escritura sabe cómo hurgar concienzudamente y forzar esa sensación de que ahí hay una vida escribiéndose, pensándose e invitándonos a llevar a cabo ese ejercicio de complicidad. Y ahí, en definitiva, es donde empieza todo.