Caballo sea la noche, de Alejandro Morellón (Candaya) | por Óscar Brox
En pocos espacios como el familiar resuenan con tanta fuerza los secretos. Lo que se calla, lo que se intenta olvidar o lo que se destierra al mundo de los sueños. En esa intimidad en la que las palabras se rompen, entre el temor y el temblor, o se desbordan ante ese recuerdo que nos persigue. Que nos ataca. Que nos devora. Que amenaza con desintegrar ese parapeto emocional del que nos valemos cuando todavía no sabemos distinguir lo moral; cuando apenas conocemos el horror; cuando nos hallamos en esa primera juventud en la que aprendemos a dar nombre a las cosas.
Alejandro Morellón escribe en Caballo sea la noche una novela, más que breve, condensada. Una novela que es sueño, delirio, álbum de fotos, crónica de una descomposición y reflexión sobre ese momento de vacío en el que observamos lo que hay en la punta del tenedor. Un sentimiento de pérdida, de nostalgia, de corrupción o vergüenza. Un sentimiento que cuesta escribir, que bascula de un capítulo a otro, entre la voz de la madre y el sueño del hijo, y que el autor transforma en atmósfera. En ruido de fondo. En imagen desenfocada, gestos congelados en la memoria y palabras atascadas. Valga este gesto: la fotografía que la familia protagonista se toma de espaldas a la cámara, en busca de ese ángulo oculto, lo que no se ve, que pasa desapercibido en los retratos tradicionales. Me gusta pensar que la escritura de Morellón hace eso mismo: toma la fotografía trasera. Escribe el sueño como si fuese realidad y trata la realidad como una ensoñación. Basta pensar en esa madre, Rosa, a la que imaginamos hablar con los ojos cerrados, palpando obsesivamente un álbum fotográfico cuyos rostros se niega a ver; en especial, los de Marcelo y Óscar, marido e hijo. Porque cómo pensar que Alan, el único hijo que ha sobrevivido, sueña si sus palabras desprenden una potencia brutal. Imaginando a ese caballo que trae la muerte o el olvido, la noche y la desintegración, mientras una y otra vez repite los mismos gestos. El beso desnudo frente al espejo, la saliva paterna calentando su cuerpo infantil, el deseo de un instante prohibido que martillea cada fragmento de su memoria.
En esta novela de fantasmas y muertos vivientes, Morellón describe un momento de desintegración, de fragilidad y rencor. No habla de expiación, muy poco de culpa; más bien, convierte el horror en imágenes nebulosas, en palabras que se acercan a través de rodeos a ese lugar que no saben cómo alcanzar. Hace bello lo terrible, ensoñación lo doloroso. Vuelve una y otra vez a la desaparición del padre, la muerte del hermano y la glaciación emocional de quienes les han sobrevivido, pero lo hace metiéndose en la piel del niño o del adolescente o de la madre. En ese mundo de tinieblas morales en el que cree intuir lo abominable, pero tal vez no se atreve a nombrarlo. A darle una palabra. A convertirlo en un asunto moral. Con la mirada ausente de la madre basta. Con el reproche silencioso. Con la obligación de revivir un pasado encapsulado en pequeños momentos. La única frase que mantiene con vida al hermano muerto (¿pero qué guarrada estás haciendo?), como en un hechizo de cuento; la última carta del padre para explicar su ausencia repentina. El sueño infinito de un hijo que es testigo de esa desintegración, víctima y superviviente, pero que en verdad no sabe cómo detentar ninguno de esos papeles porque ha olvidado dónde encontrar su alma.
Vuelvo al principio: Caballo sea la noche no es una novela breve, sino una obra condensada. A medida que nos aventuramos por sus capítulos nos invade una sensación extraña: falta aire, chocan las palabras, los momentos se enroscan entre una realidad que se intuye parcial y una ensoñación que se manifiesta fabricada. Imaginada. Tan poderosa que solo se puede escribir o decir con los ojos bien abiertos, como si Alan se encontrase en lo profundo de su habitación con ese caballo nocturno. Frente a frente con el temor, el temblor y el horror de todo aquello que está ahí pero que no sabe cómo decir. Que se manifiesta de muchas formas, pero que se reduce a una sola. Dolor. Tragedia. Desintegración. Y que Morellón describe desde lo bello y lo grotesco, desde la emoción y desde un humor profundamente negro, si es necesario. Porque hay cosas que se rompen y resulta imposible detectar en qué lugar está la fractura. Porque siempre parece que estén ahí todas las palabras, pero luego no sabemos cuándo utilizarlas, cómo, para dar cuenta de ese lugar al que nos han arrojado. A la ansiedad. A la desesperación. Al resentimiento. O al sentimiento de un final que ha llegado demasiado temprano. Por eso leemos, y releemos, las pocas páginas de esta novela como si sus cinco capítulos fuesen cincuenta, buscando entre líneas más gestos, más instantes fatales, más nostalgia o melancolía hacia un retrato familiar que siempre ha estado de espaldas. Difuminado. Descompuesto.
Quizá sea justo decir que Morellón ha escrito una crónica precisa sobre ese estado emocional que precipita la pérdida, pero lo cierto es que Caballo sea la noche habla, más bien, del vacío. De la vergüenza. De la incompletitud que deja, como si Alan o Rosa quedasen marcados por lo que no van a poder llegar a ser. Y, en efecto, por ese resentimiento que les invade, que desboca tanto su imaginación como su nostalgia hacia un tiempo grabado a fuego en la memoria. Precisamente porque no hay palabras, no quedan o no saben dónde encontrarlas, para poder expresar lo sucedido. Tan solo imágenes veladas, explicaciones entrecortadas y secretos que agudizan una brecha, una ruptura y un beso mortal con el que pasar, de golpe, de la juventud a la madurez. De la inocencia a la pérdida y el dolor. De la familia a esa especie de naufragio en el que una madre y su hijo sueñan maneras de resistir la embestida del tiempo. El miedo a acabar, ellos mismos, desintegrados.