Jóvenes talentos, de Nikolai Grozni (Libros del Asteroide) | por Óscar Brox
En los años previos al apogeo de la perestroika, la política reformista impulsada en el seno de la Unión Soviética por Mijail Gorbachov, los países satélites del bloque del Este agonizaban presas de diversas enfermedades sociales. Tras su capitulación durante la Segunda Guerra Mundial, Bulgaria se adhirió a un socialismo que echaría raíces en las siguientes cuatro décadas. Fruto del desgaste de sus políticas económicas, la recesión golpeó duramente los primeros años 80 y obligó a reconducir una situación cada vez menos sostenible. La educación, uno de los bastiones del comunismo -entre sus proyectos figuraba la erradicación del analfabetismo-, empezó a generar un caldo de cultivo, un rechazo radical entre los jóvenes, que contribuiría a derribar los muros, materiales o ideológicos, que separaban al pueblo de su autonomía social. Uno de esos jóvenes, un muchacho airado en perpetuo combate contra el régimen, fue Nikolai Grozni, pianista precoz y escritor. Su novela Jóvenes talentos es el testimonio de una caída inevitable.
Antes de morir prematuramente a causa de un infarto cerebral en 1982, Glenn Gould grabó por segunda vez su interpretación de Las variaciones Goldberg, de J.S. Bach -que, según el novelista Don DeLillo, sería más sombría y fúnebre que su primera versión de 1955. En aquel momento, Nikolai Grozni apenas contaba con nueve años y ya estaba preparándose para un concurso de piano en Salerno, Italia. Parapetado tras su piano, las minúsculas manos de Nikolai, entrenadas desde la infancia para alcanzar el olimpo artístico, casi podían palpar tímidamente una realidad diferente a la de la gélida Sofía. Sin embargo, toda la ternura que ese primer instante de libertad puede condensar se diluye tras el arranque de Jóvenes talentos. A partir de un salto en el tiempo, que se centrará en la cruda adolescencia de su protagonista, caemos de bruces contra el suelo de la Bulgaria más ahogada, la que comprende los últimos estertores del comunismo.
Konstantin, el nombre elegido por Grozni para narrar su educación sentimental, ensaya día y noche en la Escuela para jóvenes talentos de Sofía. En aquel lugar, la mano de la educación socialista se hace notar en las prácticas de tiro y en el (des)montaje de armas de fuego, en los docentes con nombres de animales -la lechuza, el cisne, la mariquita, entre otros miembros del ecosistema comunista- y en la desobediencia civil que riega los cuartos de calderas de condones usados, cigarrillos aplastados y botellas de vino barato vacías. El pequeño microcosmos de Konstantin se compone de prácticas extenuantes, donde sus dedos han de domar el ímpetu de las notas de Chopin, sabotajes escolares planeados junto a su cómplice Alexander y la delicada pasión que siente, por diferentes razones, ante Irina y Vadim.
La crónica de aquellos meses de incertidumbre se transforma, a través de la escritura de Grozni, en la búsqueda de esas almas gemelas que, en mitad de nuestra caída al foso, nos ayudan a encontrar un lugar donde quedarnos. Así, la narración de los meses de aprendizaje y desobediencia de Konstantin siempre parece marcada por el estatismo del paisaje gris búlgaro, en el que la acción se desarrolla en apenas dos escenarios -alguna de las salas de ensayo y el Jardín de los médicos- que nunca conseguimos olvidar. Mes a mes, la amargura de Grozni se filtra en diminutos detalles que dan cuenta de su irritante soledad: el verano en Europa del Este abarca apenas unas hojas donde nuestro héroe disfruta de la tranquilidad de poder tocar el piano sin sufrir las aglomeraciones de estudiantes en el centro.
A través de la intensidad de las partituras y ritmos, que aumentan exponencialmente su dificultad a medida que el relato avanza, la búsqueda de Konstantin encuentra su drama. Ante la monotonía y el automatismo de la educación comunista, cada pedacito de subversión termina en el arrollo. Sin embargo, la verdadera angustia de Grozni no se muestra tras ese fracaso. Al contrario. El dolor de Konstantin se halla al saberse del lado de los que contemplan cada episodio fallido de rebelión sin saber qué hacer. Mientras sus amigos se inmolan, Konstantin observa que la madurez prematura solo le conduce a sentir una irreprimible melancolía por todo aquello que ha dejado escapar entre sus dedos. Irina, Vadim, la mariquita… Cada uno de los personajes de su adolescencia va desapareciendo mientras el bloque soviético arrecia. Pero Konstantin, a pesar de todo, siente en su pecho la opresión de aquellas palabras que le dijera otro de los personajes clave de la novela, su tío Ilya: «La justicia solo existe en la mente de los que nunca han sufrido de verdad. Lo que he intentado hacer toda mi vida es comprender».
En diferentes etapas, la literatura europea ha tenido que convivir con el exilio y sus cicatrices. Agota Kristof hizo del francés su nueva lengua de expresión en el momento en el que decidió salir de Hungría campo a través para recalar en Suiza; Sergei Dovlatov, en cambio, eligió una metafórica maleta para recabar todas las anécdotas de su peregrinar soviético. La historia de Nikolai Grozni, sin embargo, refleja un exilio interior, esa clase de sorda desesperación que aplaca el ánimo de los corazones más fuertes. Como aquella lejanía emocional que atormentara a un exiliado Andrei Tarkovski, el Konstantin de Jóvenes talentos deja atrás su actitud punk para abandonarse a una realidad para la que no conoce asideros. Producto de ello, Grozni dibuja un descenso progresivo hacia las catacumbas de la ciudad que convierte el último tramo de la novela en una suerte de alegoría de la travesía por la laguna Estigia. Mientras el joven Nikolai, exiliado de la escuela de música, pierde los días malviviendo en los túneles de la ciudad, el milagro de la perestroika obliga a capitular al comunismo decadente. De repente, la nostalgia de esa cercanía perdida interrumpe el relato. La escritura firme, rebelde y contestataria de Grozni se topa con la página en blanco, el reinicio soñado que le permita olvidar cómo se desmonta una Tokarev o el color de las corbatas de los alumnos afiliados al Partido.
Con la edición de Jóvenes talentos, Libros del Asteroide descubre a uno de esos narradores cuyo brillo hay que buscarlo en el hondo sentimiento de lucha continua que transmiten hasta las acciones más banales en el entorno de la Bulgaria pre-democrática. Grozni, que consiguió emigrar a Estados Unidos para estudiar en la Academia Berklee y posteriormente se trasladó a la India para convertirse en monje budista, explora con tanta tristeza como ternura el último aliento de la adolescencia. Y Libros del Asteroide, como ya hiciera con escritores como Rafael Yglesias, Kevin Canty o Peter Cameron, pule para los lectores en castellano una de esas gemas literarias que conviene tener cerca.