Nuestros comienzos en la vida, de Patrick Modiano (Anagrama)  Traducción de María Teresa Gallego Urrutia| por Óscar Brox

Patrick Modiano | Nuestros comienzos en la vida

Conocemos a Patrick Modiano como cronista de las calles, barrios y bulevares de París. De las historias pegadas a sus paredes, cuyo brillo fugaz anima a echar un último vistazo sobre unos personajes desaparecidos, hijos de un pasado que el tiempo ha devorado como se devoran tantas cosas, dejando que la vida se abra camino. Modiano escribe sobre aquella edad de continuo aprendizaje, sumida en titubeos y opciones vitales que indicaban más de un camino a seguir. O, mejor dicho, a conquistar. Entre cafeterías, pisos modestos y paseos infinitos por el bosque de Bologne. Sobre aquellos pálpitos que, de tanto en tanto, daban un vuelco al corazón, entre amores efímeros y un oficio, el de escribir, que se dejaba notar cada vez que su autor trataba de atrapar una historia en la hoja. Cada vez, en definitiva, que la ficción tomaba partido para completar lo que se había convertido en un recuerdo perdido en la memoria de su protagonista.

Nuestros comienzos en la vida presenta la llamativa novedad de transportar el microcosmos de Modiano a un escenario teatral. La calle en la que se viven tantos paseos es ahora el entarimado del espacio escénico, con su hábil juego de luces capaz de crear escalas, apartes y lugares que nos transporten entre el pasado y el presente. Entre el éxtasis juvenil de un Jean que aspira a convertirse en escritor y el trasunto del autor que observa el teatro vacío de su juventud con la esperanza de conseguir que sus fantasmas personales hablen y cuenten su relato. Las cuitas domésticas, disfrazadas de complejos edípicos, entre Jean y su madre; la rivalidad con el mal escritor que representa Caveux, compañero de la madre; o el tierno amor por una Dominique que, recién salida del cascarón, ha conseguido conquistar la pequeña escena teatral hasta interpretar a Chéjov.

Los escenarios de la obra, como en sus novelas, dibujan una nebulosa en la que cada espacio se comunica con el otro, reaccionando en sintonía con cada hallazgo. Como vasos comunicantes o habitaciones unidas por una misma puerta, de manera que los personajes entren y salgan de escena, de sus recuerdos, tejiendo en un mismo espacio el pasado y el presente. Lo que fue, lo que pudo ser y lo que finalmente es. Las esperanzas, los dramas cotidianos y las pequeñas amarguras que arrastra toda historia que queda sin final; algo, por cierto, en lo que Modiano es un maestro, capaz de exprimir la melancolía de todas esas situaciones en las que se impone el paso del tiempo y la sensación de que nunca hubo momento para que los sentimientos pudiesen asentarse plenamente en sus personajes. Nunca hubo lugar para la madurez, solo para su sustituto más eficiente: la melancolía por esos comienzos de la vida.

Modiano juega con unos personajes definidos por su sencillez, por los conflictos que los encadenan unos a otros. En el fondo, el cuarteto representa un espejo de ellos mismos, síntomas de los que se vale su autor para reflexionar sobre el poso que deja la vida y la posibilidad de hacer las paces en ese preciso instante en el que surge el primer hallazgo creativo: la voz del escritor incipiente. Las palabras que se elevan por encima de la mediocridad. La sensación de que, por vez primera, hay una historia que contar. Un amor, una traición, una ficción, un juego de luces y sombras entre el pasado y el presente que nos arrastra de Jean y Dominique a Elvire y Caveux; de un escenario a otro, de una representación a otra. En busca de esa libertad que por definición anhela la juventud. La emancipación. La independencia. La fértil creatividad que permita a Jean dejar de llevar su manuscrito a todas partes, quizá por temor a no encontrar una historia mejor que contar.

Por así decirlo, Nuestros comienzos en la vida es una historia de fantasmas. De voces de otro tiempo. El enésimo diálogo entre su autor y las arenas movedizas de su memoria. Una historia que avanza entre parpadeos; ahora vemos a Jean, ahora lo que queda de aquella vida. En la que Dominique vive en las imágenes de los ensayos de la obra de Chéjov, atenta al interfono del camerino que le indique el momento de salir a escena. Y en la que, también, la madre de Jean vive perseguida por la sensación de que el paso del tiempo ha triturado sus expectativas, forzándola a habitar en un margen del escenario que, tememos, tarde o temprano vamos a habitar todos. A medida que notemos cómo se diluye la euforia de la juventud y solo quedan sus fantasmas. Sus recuerdos. Lo que no pudo ser. Aquellas cosas dulces a las que hoy nos aferramos, contando una y otra vez, por si acaso conseguir oír por una última ocasión aquella voz desaparecida con el correr de los años. Aquella misma voz que nos hizo vivir con tanta intensidad nuestros comienzos en la vida. Y que Modiano convierte en la sustancia del teatro de su memoria.


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